(Foto: Alessandro Currarino)
(Foto: Alessandro Currarino)
Alberto Villar

El periodismo se aprende en la calle, pero se cocina en las redacciones. Es una receta simple y en , gracias a jefes entrañables, descubrí cuán potente y urgente podía ser esta labor que, para el lector, no es más que una sociedad anónima.

Lo son porque son mujeres y hombres que, silenciosos, viven detrás de las páginas que se leen, cuidando que la información que se imprima llegue a usted con la necesaria verdad (o lo que más se acerque a ella), protegiendo el estilo y nuestra hermosa lengua, y disparando, de paso, el mejor titular que, desde su ingenio y experiencia, saben que merece aquel que está del otro lado. Créanlo: es cada vez más difícil conectar ese 'jab' que jale nuestra mirada, que exprima el contenido para que luego no haya más remedio que adentrarse en la noticia.

Mariza Zapata fue mi editora en Lima, la sección de locales en la que me permitió escribir un año entero crónicas policiales todos los domingos. Fue mi jefa y, aunque quizá no lo sepa, le debo a ella mi casi religioso respeto por este noble oficio. Con ella aprendí que el rigor en la búsqueda de una noticia nunca, jamás debía faltar; que debe entrevistarse a muchas fuentes para que una pieza periodística tenga el valor que se necesita; que los titulares deben ser golpeadores y nunca permitir que se asome una pizca de duda en quien los lea; y, sobre todo, que se puede escribir con un estilo personal y permitirse libertad de lenguaje si la información que queremos publicar no se relega a un segundo o tercer plano. En todos estos años, a quien me lo pregunta, le digo que tuve mucha suerte de tener esa base periodística que, estoy seguro, se la dieron también a ella cuando entró a El Comercio. Esa herencia es valiosa.

Carlo Trivelli, editor de Luces, me acompañó también y me permitió descubrir el maravilloso universo de las artes plásticas. Me corrigió sin prisa, aconsejó como un padre y me ayudó a explorar el lenguaje desde las sensaciones que me dejaba una escultura, una instalación o una pintura; me habló de artistas y de corrientes y en las muchísimas charlas que hemos tenido desde entonces -porque es el padrino ateo de mi hija- he aprendido de él que disfrutar de todo lo que alimenta el alma no tiene precio. A veces es así: el periodismo es también una historia personal. Años después, él, siendo mi jefe, me dejó crecer y pasar a ser subjefe de la sección Lima cuando Rolando Chumpitazi era editor. Con 'Chumpi', además de compartir cigarrillos, aprendí las feroces batallas que se libran dentro de las redacciones. Incontables veces lo vi luchar por sus páginas con uñas y dientes, jamás lo vi rendirse ante lo que él creía que era la noticia del día y siempre disfruté observando cómo dibujaba en las páginas blancas una edición muy pensada, responsable y a la vez divertida, de la que luego hablábamos camino a casa, en el bus. Sus anécdotas de joven periodista las he escuchado siempre con orgullo y admiración. Le he visto escribir grandes primeras frases para reportajes. Tengo la suerte de haber tenido jefes como ellos y haber, de paso, podido elegirlos.

Pensar en un editor como alguien mayor y con mucho más experiencia es lo usual, pero hay excepciones a la regla. Aunque escribí pocas veces en la página de entrevistas de contraportada que jefatura hasta hoy, tuve la suerte de conocer la maña de Juan Aurelio Arévalo para imaginar entrevistas y personajes antes, incluso, de haber hablado con ellos. Esa forma de anticiparse a una historia se me ocurre hilarante, pero hoy, 18 años después de haber entrado por vez primera a una redacción (ahora hago TV), entiendo que es lo que permite que el periodismo se convierta en magia. ¿Se imaginan la ilusión de un editor pensando en la siguiente gran historia que quiere leer? Esta es la primera regla de un gran jefe: acompañarte en el camino que te lleva a poner el gran punto final de tu siguiente gran pieza.

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