Lo que es creible
Me preguntaba cuánto de verosimil existe en lo “real maravilloso”. El profesor X advirtió que cada universo tiene sus propias lógicas. Que un buey se eleve a las nubes no es admisible en una novela realista, pero sí en una que contiene sus leyes naturales.
Lo importante para el escritor (tanto como para el lector) es creersela. Las buenas películas se disfrutan en tanto se reciben como realidades que nos invaden y nos convencen.
El profesor me preguntó si es que, además, de las historias que le había narrado había alguna poco creible, que diste de casas fantasmales o espectros. Al decir verdad, alguna de mis hijas asegura haber visto un fantasma. Sentimientos hamletianos me dominan cuando afirma, muy segura, que era mi padre finado. Por alguna razón, quizás por su firmeza al narrarlo es que le creo. Me torno en un sujeto frágil e ingenuo cuando la escucho. Me estremezco, pero no dudo.
“Eso es lo que se requiere al contar una historia, convicción, la convicción del escritor que asume como real su propia ficción”, dijo el profesor antes de entregarme algunas páginas para el material.
Me preguntó si es que me llamaba al interés la novela gótica y le respondí que no me era urgente, que mi impulso era superior cuando se trataba de la novela romántica. Soy un seguidor de Ana Karenina, de Madame Bovary. He escrito sobre el amor leal de Clara Schumann y su esposo Robert. Tengo un ensayo inédito sobre el amor descarnado de Juana la Loca por Felipe el Hermoso. A todos ellos les di una cabida en mi novela-ensayo “La tentación infinita”.
Pero el profesor no se arredró y simplificó las cosas. “Pésimo tópico es el del amor. Quizás los tiempos de la violencia en el Perú de los 80″, dijo. Me era muy manido, al margen de la bondad de las obras que han tocado el tema. Hay novelas magistrales sobre el tema, una más no aporta nada. Con cínica frialdad, imperdonable por cierto, le dije que mi única experiencia cercana al terror fue aquella vez que, adolescente, un pariente me pidió que le guardara su “El Capital” (Carlos Marx) en mi mochila de escolar embobado. Aquella vez me di de cara con una “batida”. De entre todos los que circulaban por aquella calle, fui el único al que no revisaron. La mano de Dios. Un jovencísimo liberal, más cercano al conservadurismo, con un libraco que odiaba en la mochila y decenas de soldados metiendo sus dedos en las mochilas que no eran la suya.
Gran susto aquel. Qué más podría escribir sobre un tiempo en el que los limeños vivían en una nebulosa, espantandos y turbados por un fenómeno que más se parecía a un huracán fiero y maligno. Al tiempo y con la madurez encima entendí el significado real de lo que los peruanos habíamos vivido.
No había tema para mi novela, ni experiencia alguna que me fuera válida ni tópico que convenciera al profesor ni al aspirante a autor. Fue la única vez en que dudé en explorar la narrativa.