(Foto: El Comercio)
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¿Deben imponerse restricciones a la venezolana? Los congresistas Justiniano Apaza y Juan Sheput parecen creer que sí. Según ellos, el Perú no puede darle trabajo a tanta gente, pues. No hay que ser ingenuos (Sheput dixit).

Este razonamiento tiene tres serios problemas. El primero es que se olvida que los inmigrantes no solo son trabajadores, sino también consumidores. Si el incremento en el número de trabajadores siempre fuera negativo, entonces todo crecimiento de la fuerza laboral (doméstica o extranjera) reduciría salarios y aumentaría la informalidad como Apaza y Sheput tanto temen, pero ese obviamente no es el caso.

Es cierto que la mayor competencia por puestos de trabajo presiona a la baja los salarios, pero también lo es que un mayor consumo los empuja al alza al mismo tiempo. Asumir que el impacto neto de la inmigración es negativo puede ser antojadizo en ausencia de evidencia que lo sustente, especialmente cuando existen políticas complementarias que podrían elevar los potenciales beneficios (como facilitar la admisión de familiares, reduciendo así la necesidad de destinar el ingreso a remesas).

El segundo problema es que todo esto demuestra confusión sobre la informalidad en el Perú. Nuestra informalidad responde a un marco jurídico que eleva los costos de contratación de manera directa (salario mínimo, tramitología) o indirecta (inflexibilidad del despido). Dicho de otra forma, no tenemos informalidad porque hay muchas personas ingresando al mercado laboral: tenemos informalidad porque contratar formalmente es muy caro en comparación con lo que el trabajador peruano promedio produce.

Muchos de los inmigrantes parecen haber tenido un empleo formal en su propio país antes de la crisis económica. Si en el Perú esos mismos trabajadores solo son capaces de conseguir un trabajo informal, entonces eso dice más sobre la inflexibilidad de nuestro propio mercado laboral que sobre la inmigración venezolana. Una genuina preocupación por la informalidad, por lo tanto, debería concentrarse en reformar la legislación laboral en vez de incorporar restricciones inútiles a la política migratoria.

Finalmente, la sola idea de restringir la inmigración resulta administrativamente incoherente. Si el Perú no es capaz de fiscalizar correctamente el empleo informal, ¿cómo es posible esperar que sí lo haga con la inmigración venezolana? Todo este debate es en buena cuenta una pérdida de tiempo porque la capacidad del Estado para frenarla es muy limitada. Guste o no, la inmigración venezolana (sea por aire o por tierra) probablemente continuará por mucho tiempo.

En vez ser más restrictiva, la peruana debe volverse más inteligente. Mientras el Perú hace inversiones importantes en educación que tomarán entre 10 y 20 años en rendir fruto, atraer a altamente productivos en países vecinos que atraviesan crisis profundas puede generar retornos complementarios mucho más inmediatos. La crisis de Venezuela es un caso evidente. Argentina en el 2001 fue otra oportunidad perdida. La lista es larga y ya es hora de comenzar a posicionar al Perú no solo como un destino para la inversión y el turismo, sino también para el talento, pues nadie lo hará por nosotros. No hay que ser ingenuos.

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