Junot Díaz publicó su primer libro cuando tenía 28 años, un delgado volumen de relatos titulado Drown (1996)
Junot Díaz publicó su primer libro cuando tenía 28 años, un delgado volumen de relatos titulado Drown (1996)

Por Carlos León Moya 

Cinco años atrás, le pidieron a Junot Díaz (República Dominicana, 1968) definirse en solo siete palabras. Escogió las siguientes: “The poor immigrant kid in the library”.

Sintético y preciso. Escritor bilingüe y ganador de un Premio Pulitzer, la persona pública de Díaz era la de un nerd dominicano e inmigrante, un niño pobre de Nueva Jersey, un latino afrodescendiente y un influyente activista en temas raciales. Su novela y cuentos corroboraban esa imagen: los personajes eran inmigrantes dominicanos como él, condicionados por el machismo y la pobreza, pero sobre todo por su raza.

Díaz —o Diaz, sin tilde, “americanizado”— se convirtió, precisamente, en uno de los referentes en el debate sobre raza en Estados Unidos, antes de la coronación oficial de Entre el mundo y yo, de Ta-Nehisi Coates, o de Hamilton, de Lin-Manuel Miranda. Sus personajes parecían equivalentes al autor y a sus temas de opinión. Casi no había más que mirar. Sus trabajos se leían siempre desde los mismos ángulos: raza, inmigración, una nota al paso sobre el machismo en los países del Caribe, el apunte superficial sobre el rol sexual de sus personajes femeninos.

“Debería tener mejores críticos”, le dijo Díaz a Hilton Als, de The New Yorker, en una conversación del 2013. Le frustraba la sobresimplificación que existía hacia los artistas de color, como él, por parte de la crítica (mejor dicho, de la crítica hecha por blancos). Pero también algo que Hilton Als constató: pese a su recurrencia, los críticos obviaban de sus textos el tema del “pato” (el homosexual) y la masculinidad. “Está totalmente ausente”, contestó Díaz entonces. Pese a estar siempre interesado en la masculinidad, pensarla e incluirla en sus novelas, apenas le preguntaban por ella. Era “una laguna obvia”.

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El lunes pasado, Junot Díaz confesó haber sido violado por un adulto en quien confiaba cuando tenía ocho años. Más difícil que el acto mismo fueron las secuelas: sensación de abandono, depresión, problemas en las relaciones afectivas, intentos de suicidio. Surgió el conflicto entre haber sido una víctima de violación y ser un hombre dominicano “de verdad”: “a los dominicanos de verdad no los violan”.

La violación y su legado “arruinaron” su niñez y adolescencia (“I can say, truly, que casi me destruyó”), y también lo definieron como persona. “Más que ser un dominicano, más que ser un inmigrante, incluso más que ser un afrodescendiente, mi violación me definió”.

El testimonio de Junot Díaz adquiere un valor especial en el contexto del #MeToo y la visibilización de las denuncias sobre abusos sexuales.
El testimonio de Junot Díaz adquiere un valor especial en el contexto del #MeToo y la visibilización de las denuncias sobre abusos sexuales.

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Que Junot Díaz sostenga que su experiencia migratoria no lo definió tanto como la violación que sufrió de niño es para pensar. Primero, en la (penosa) relevancia del abuso sexual, un tema que recién estamos poniendo sobre la mesa. Pero también en cómo hemos leído sus textos. Nos centramos en los temas recurrentes y previsibles, y pasamos por alto aquella “laguna obvia”. La violación estaba “filtrada en mi escritura”, escribió, “pero se maravillarán de lo fácil que es reescribir la verdad”.

Releo sus textos y me sorprende la fuerte recurrencia del abuso sexual. En dos de los cuentos de su primer libro, Drown, inexplicablemente traducido como Los boys (1996), la víctima es el narrador, Yunior. En “Ysrael”, un hombre mayor le toca el pene en un bus. No lo cuenta. Después llora frente a su hermano mayor, quien lo trata de marica. En “Drown”, Yunior narra durante páginas diversas escenas y relaciones para finalmente confesar que el cuento se trata de las dos veces que Beto, su amigo, intentó abusar de él. Al día siguiente del primer intento, sin saber cómo reaccionar y aún temeroso de volverse “a fucking pato”, Yunior regresó a casa de Beto.

Si en Drown el abuso sexual es menor y no parece ser vital para el narrador varón, en La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2007) las violaciones marcan a sus víctimas, ambas mujeres. Beli, la madre de Óscar, es presumiblemente violada en un cañaveral, pero nunca hay una referencia explícita (“¿Hubo tiempo para una violación o dos? Sospecho que sí, pero nunca lo sabremos porque ella de eso no hablaba”). La hija de Beli, Lola, es violada por un vecino a los ocho años. Su propia madre le exige olvidar (“Cuando esa cosa me pasó a los ocho años y finalmente le conté lo que me hicieron, ella me dijo que cerrara la boca y dejara de llorar e hice exactamente eso, cerré mi boca y mis piernas y mi mente y en menos de un año no hubiese podido decirte siquiera cómo lucía el vecino ni su nombre”).

Siete, ocho, nueve años: sus personajes sufren puntos de quiebre siempre a esa edad. A Óscar, el personaje central, la vida se le va “por un tubo” a los siete por un problema amoroso. En adelante, no puede tener una novia —el legado— y lo arruina hasta la adolescencia.

Más que una exégesis, la anterior recopilación busca mostrar una serie de elementos que estaban presentes, pero que no recibieron el énfasis que el propio autor esperaba.

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Concluyamos algo: la biografía de un autor sigue siendo relevante para entender, o para elucidar, pasajes o detalles de un texto que habíamos obviado por varias razones. Aunque para valorar estéticamente un texto se puede prescindir de la biografía, también es cierto que algunos temas son levantados o atendidos (la raza, la migración) y otros mirados de soslayo (la agresión sexual, la pregunta sobre la masculinidad). En este caso, conocer un suceso relevante de la vida de Junot Díaz hace que atendamos temas y elementos pasados antes por alto.

Es más, su confesión me reafirma en la futilidad del sobreanálisis literario. Por esto me refiero a la tendencia a explicar las intenciones de un autor o sus personajes a través de alguna herramienta teórica en boga para concluir, básicamente, algo que redunda en las preferencias ideológicas del crítico. La ficción puede servir, sin duda, a la mejor comprensión de su tiempo, pero no debe ser utilizada como un insumo para sacar conclusiones gruesas y antojadizas conclusiones sociales sin base. En este caso, un suceso clave en la biografía del autor —el abuso sexual— tiene un mayor poder explicativo sobre su ficción y sus personajes que las usuales elucubraciones lacanianas. Si bien la sensibilidad de un autor hacia ciertos temas puede explicarse por sus preferencias ideológicas o por un deseo inconsciente, no debe pasarse por alto que ambas están también ancladas en su biografía. En hechos. En historia.

Su segundo libro " La maravillosa vida breve de Oscar Wao"  ganó el Pulitzer. [Foto: Getty Images]
Su segundo libro " La maravillosa vida breve de Oscar Wao" ganó el Pulitzer. [Foto: Getty Images]

La confesión de Díaz responde también a su tiempo. Una semana después de su publicación, el 16 de abril, dos de los premios Pulitzer fueron para investigaciones de casos de violencia sexual. Es un reconocimiento a su relevancia actual, como antes ocurrió con el tema racial. Ahora bien: si antes se utilizaba el origen de clase del autor para ubicar mejor su narración, y desde hace poco se hace lo mismo con lo racial (su “redescubrimiento”), cabe preguntarse qué pasará ahora en la literatura con la variable sexual en su forma de abuso.

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Incoherencia. Díaz hablaba del daño causado por la violencia sexual sistemática contra afroamericanos, pero no hablaba de él como víctima. Eludía el tema. En la gira de presentación de su libro para niños, hablaba de sí mismo cuando pequeño “diciendo mentiras, hablando de un niño que nunca fue”. Contar la verdad fue un propio ajuste de cuentas, pero también tuvo, según él, un objetivo altruista: salvar a alguien, evitar que otro se sienta abandonado, como él.

No lo hizo en su ficción y no tenía por qué. Tampoco tenía que hacerlo ahora, pero lo hizo. Y haberlo hecho como testimonio, y no como ficción, le brinda un valor especial. Es un efecto totalmente distinto. No porque sea un autor consagrado, sino por la propia fuerza de lo testimonial. En estos últimos meses, el testimonio se ha convertido en el “género” más impactante. Allí están las denuncias del movimiento #MeToo para corroborarlo.

Miremos el Perú de regreso. Gran parte de la narrativa actual más exitosa es ubicada como “autoficción”. En ella, casi siempre se narraban los conflictos entre los alter ego de los autores y sus padres, familiares o amigos. Puede ser estéticamente relevante, pero su valor documental —y social— es más bien escaso en tanto quedan únicamente en el campo de la ficción.

Tampoco tendrían por qué tener ese valor documental. No es un requisito. Pero pudieron tenerlo. No es lo mismo confesar “esto me pasó a mí” que jugar con los porcentajes de verdad en el relato. Lo primero puede tener un fuerte efecto en otras personas (y sería emocionalmente duro para el autor), lo segundo es entre valiente y frívolo, dependiendo del caso. También es emocionalmente más seguro.

En todo caso, uno no puede pedirle confesiones a todo el mundo, pero sí preguntarse por qué no ocurrieron. Quizá sea una pregunta vana: las confesiones suelen ser otoñales, cuando uno tiene menos que perder. Casi olvido decir que Junot Díaz cumplirá 50 años. La oleada de testimonios, además, es muy reciente.

Sentir empatía con una víctima no es fácil. No viene por default. Es un largo proceso que algunos quizá no lograremos nunca. En el camino hay grandes momentos que nos cambian apenas la mirada. Esta confesión puede ser uno de esos. He mirado hacia atrás —algunos recuerdos y algunas páginas— y encuentro varias tristes omisiones. Víctimas que ignoré. Las literarias se solucionan. Las otras, no. Aun así, la mirada va cambiando milímetro a milímetro, enfocándose en las ausencias que asumíamos sin problemas, en las lagunas que dejamos de mirar.

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