[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]

La primera vez que tuve la sensación de que mi viejo se moría, que lo vi débil de verdad, fue yendo a ver al Rojo.

Rodolfo, así se llamaba, era periodista. Trabajaba en tele, en radio y en gráfica. Los viernes solía llegar con un regalo: credenciales de prensa para la cancha. Crecí acostumbrado a los lugares privilegiados, vi muchos partidos desde las cabinas, al lado a los relatores de la radio, o en plateas lujosas. Era parte de la chapa de mi Papá.

Pero en 1980 la mano venía distinta. El viejo estaba sin laburar en los medios. En la Argentina de la plata dulce, había puesto un quiosco en una galería al lado de Sadaic. Ese negocito, último bien de una extraña herencia familiar, no daba para ningún lujo. Vivíamos con lo justo. Y el periodista sentía que le faltaba el brillo de la profesión. El otrora escriba, reconocido y jefazo, ahora expendía alfajores, turrones y 43/70. Un dato: lo hacía de saco y corbata. Me cuesta recordarlo con otra ropa. Era casi su uniforme.

Es posible que yo, un hinchabolas de once años, haya insistido para ir a la cancha ese día caluroso de diciembre. Jugábamos el partido de vuelta de una semifinal del Nacional. Racing de Córdoba nos había ganado 4 a 0 en la ida, pero vaya a saber qué extraño convencimiento nos hacía creer que lo podíamos dar vuelta. Tomamos el bondi a Avellaneda —ya no teníamos el Fiat 800 que se había ido para pagar una deuda— y encaramos la larga marcha por la siempre convulsionada Alsina. Éramos miles los que caminábamos hacia el estadio de la Doble Visera envueltos en banderas, gorros y entonando los clásicos cantitos de “vamos a salir campeón”.

Llegando a las boleterías, vi que el viejo encaraba para la fila de la popular. Debe haber visto la cara de decepción del nene acostumbrado a las cabinas y las plateas. Me dijo algo así como “hoy vamos acá, es mejor”. No le creí. Entendí que era lo que se podía. La fila de al lado, la de las butacas, era más ordenada. La de la general era un caos de empujones y gritos. Mi viejo —vale la pena recordar que lo suyo eran más las letras que las multitudes— pujaba por llegar a la ventanilla, pero no avanzaba. De pronto lo vi salir de esa marea de compradores de último momento. “Vamos, esto no es para nosotros”, me dijo. Me salió de adentro un “¿Y si vamos a la platea?”. Creo que mi pregunta fue un puñal. Me contestó: “No tenemos plata”. Recuerdo la sequedad de la respuesta. Hoy entiendo que era la última armadura de un tipo disminuido, que no podía cumplirle un deseo a su hijo. ¿Era grave? No, claro que no. Pero evidentemente para él tenía un simbolismo. Ya no era lo que había sido. No se le abrían las puertas de las cabinas. No llegaba a comprar dos plateas. Empezaba a no poder.

Con aire de vencidos volvimos por Alsina, una calle que siempre me pareció horrenda. Mientras nos alejábamos del estadio, recuerdo haber escuchado el rugido de las tribunas, exaltadas por la salida del equipo. A las pocas cuadras, mi viejo detuvo la caminata. Me miró y me dijo: “Esperá un segundo”. Se sentó en el portal de una casita. “¿Qué te pasa?”, le dije. “No me siento muy bien, ya se me pasa”. Una señora que veía la escena desde adentro de la casa salió y le dio un vaso de agua. La situación no duró mucho, se recompuso rápido. Al rato estábamos de nuevo en el colectivo y media hora más tarde, en casa. Lo que podría haber sido un simple sofocón fue para mí una señal grave. No sé bien por qué, pero ese día de diciembre, algo me dijo que mi viejo se estaba muriendo. Tenía jóvenes cincuenta y tres años, pero fumaba mucho, había tenido un preinfarto un par de años atrás y no se cuidaba. Y estaba, aunque eso lo comprendí muchos años más tarde, muy deprimido.

.
.

NARRATIVA

Aspirinas y caramelos
Luciano Olivera
Editorial: Tusquets
Páginas: 235
Precio: S/59,00

Rodolfo se fue un par de años después, sin dar demasiada lucha, sin comprender que era más importante cuidarse que entregarse al vicio que lo había tomado a los catorce años y del que, para colmo, estaba orgulloso. Nos dejó rápido. Mi enojo con él, por no haber estado, por no haber peleado, duró años. Muchos años.

Ese hombre que se fue envuelto en debilidades, antes de apagarse, fue mi ídolo. Ese porteño tanguero que no me legó un mango, me dejó un puñado de cosas invalorables: el gusto por la historia, la pasión por la lectura, el placer de una buena partida de ajedrez, el ateísmo, una imagen de decencia inquebrantable que fue clave para que yo no me desviara cuando me tentaron . Y claro, el paladar negro de hincha de Independiente. De muy chico aprendí dos versos: el primero, Maril, De la Mata, Erico, Sastre y Zorrilla. El segundo, Miceli, Ceconatto, Lacacia, Grillo y Cruz. Se dicen de corrido, rápido, porque decirlo así es señal de que sabés.

Nos recuerdo embanderando juntos la casa, mientras esperábamos que la Estación Terrena de Balcarce retransmitiera la señal de alguna final de la Libertadores jugada en Montevideo, en San Pablo o en Santiago. Nos veo saltando y gritando goles de Bertoni que ya van a venir, repitiendo Bo-Bo-Chini hasta la afonía, aplaudiendo barridas de Pancho Sa, corajeadas del Mencho Balbuena, tiros libres de Pavoni . Me gustaba escuchar aquella anécdota de una tarde en la que Bernao se había acercado a plena platea baja y le había dedicado un gol a mi vieja. Amaba a Boneco, aquel perro pulgoso que salía a la cancha con el primer equipo, llevando en su boca el banderín del CAI.

Cuando yo era chiquito, Rodolfo solía venir con un caramelo. Me lo daba y me decía: “Te lo manda el señor Independiente”. Otras veces traía en cambio una aspirina. Ante mi mirada de asco, respondía: “Te la manda el señor Racing”. Era un tipo serio; pero, cuando quería, tenía salidas memorables.

El viejo se fue en junio, vaya casualidad, del 83. No llegó a ver el gol de Percudani al Liverpool. Tampoco vivió esa tarde en la que salimos campeones frente a un Racing que descendía. Pero su vida estuvo repleta de vueltas olímpicas, de hazañas, de gloria internacional. De eso, se fue lleno.

Escribo esto en plena agonía. A no ser que obre un milagro, en tres semanas nos habremos ido a la B. No sé qué pensaría Rodolfo ahora, pero estoy seguro de que jamás se le cruzó por la cabeza que su invencible equipo repleto de copas, estuviese así, casi sentenciado, a días de adquirir esa mancha imborrable.

Me costó añares despedirlo, hacer un duelo como corresponde. Creo que una buena parte de mi tristeza actual tiene que ver con que no puedo parar de recordarlo. De recordarte. Volvé, viejo. Aparecete de traje, envuelto en una bandera roja. Decime que todo esto es una aspirina que me mandó el señor Racing. Que nosotros comemos caramelos, porque los amargos son ellos. Enseñame de nuevo a aplaudir un sombrerito del Bocha. Agarrame de la mano para gritar un gol de Bertoni.

Pero si no podés volver, te entiendo. Ya es hora de bancármela solo. Seré digno. Aunque, te aviso, a escondidas de Lola, voy a llorar.

.
.

VIDA & OBRA

Luciano Olivera (Buenos Aires, 1968)
Es productor, guionista y director de televisión. Ejerció el periodismo, fue docente, actualmente tiene su propia empresa de contenidos y es columnista en diversos medios digitales. En este, su primer libro, Aspirinas y caramelos, rinde homenaje a lo agrio y a lo dulce de su pasado, recuperando anécdotas de infancia y juventud. Entre lo autobiográfico y la ficción, los relatos transitan la inocencia, el amor, la amistad y la muerte.

Contenido sugerido

Contenido GEC