[Foto: Manuel Gómez Burns]
[Foto: Manuel Gómez Burns]

                                   —No pasa nada—
—Oe cholo- gritó Chupijel –ríete pa llevarme tu diente.

Conejo, ayayero, festejó como un idiota. El aludido, un poco más allá, daba pena. Parado frente al fotógrafo ambulante del Paseo de los Héroes Navales, con el fondo sucio del Palacio de Justicia, más parecía una estatua abandonada a su perra suerte que un provinciano sobrado en la capital.

—Lo cagaste al serrano —dijo Conejo, caminando hacia la avenida.
—Por las puras se atarantó. Oe, ¿cuánto darán por un diente de oro?
—Ta no sé—cruzan los dos el Paseo de la República, al trote y sin mirar —. Una vez me dieron en la Cachina quince lukas por una dentadura. Tenía dos engastes de oro.
—Puta, qué buen maquinazo.
—No seas huevón —toreó la embestida de un carro—. Un cocho en el parque, tiraba jato como una bestia.
-Este conchesu…

Chupijel y Conejo habían llegado a la esquina y mordían el borde de la acera. Era evidente que estaban en algo. Con excitación miraban las luces del semáforo, los tipos embutidos en los autos y el montón de gente que cruzaba igual que cucarachas. Las pupilas de Conejo repararon en el brillo que venía recostado en la portezuela de un Hyundai.

-Manya, atroya –dijo, con un movimiento de cabeza. Caminaron con dirección al carro, despacio. Casi pasaron de largo. En el instante. En el instante del cambio de luces, Conejo golpeó MUY FUERTE la maletera del auto y Chupijel, con ambas manos, se prendió de la pulsera del conductor. Un hombrón de uno ochentaitantos y noventa kilos que, tirado hacia atrás, defendía con las uñas su esclava de oro. También una pizca de su honor: la mujer que iba de arrumacos con él, una rubia recontrafachosa, no merecería tal roche. Fue peor: escupitajos de Chupijel al rostro del hombrón, gramputeada a forro, puntapiés de Conejo al chasis y ella, deschavada, aullando como si degollaran un puerco. Los carros, a ambos lados, pasaban veloces y a nadie le importaba un comino el espectáculo.Ganancioso, Conejo pasó los dedos hábiles entre la maraña de músculo y arrebató los Armani, que a esas alturas francamente lucían muy mal. Por un segundo, en su intento de socorrer las gafas de sol, el hombrón abandonó la cadena y, ya sabe cómo es, perdió soga y cabra.

—Taque recio—jadeaba Chupijel, con los ojos maravillados sobre le botín
—Pintamos chévere. ¿Crees que me den cuarenta cocos por esto?

                                                     * * *
—Nicagando, choche –dijo Lapicero.
—Como las huevas, pero no calientes la botella.
—Nicagando –repitió Lapicero, con aire de abatimiento.

Pasó el frasco de plástico verde y fondo abombado a Sindicato.

Sombra de marzo de mediamañana. Bajo el arbolito cabeceaban Lobo, Lapicero y Sindicato. Masticaban las hierbamala reseca de la alameda, mientras el preparado circulaba por derecha. Un trago para matar el dengue. Blanca y Teresa, al lado, observaban el paso de una mancha de gente: hombres sudorosos con expedientes, mujeres pintarrajeadas, uno que otro policía. Más allá, el fotógrafo oculto en su trapo negro disparaba (sin piedad) contra un cuerpo tieso.

—Ahí viene Bokechucha- anunció Blanca.
Los enormes labios del negro chupaban un helado rojo de diez céntimos.
—¿Qué hay? –saludó y se sentó.
—Voa tirar sol, choche –dijo Lapicero y miró al recién llegado con malacara.
—Taque te arañas. Ayer no pude hacer ni mierda.
— No pasa nada. Voa tirar sol —repitió Lapicero — porque es bueno pa la salud.
Era evidente que había bronca. Todos vieron cómo Lapicero arrimó una colcha percudida bajo su cabeza (el cráneo exhibía una costra de sangre coagulada) y se tumbó bocarriba.
— Para la resaca nada es bueno —le dijo Lobo.
— Finar, socio. La mancada te cura todo — habló Lapicero, antes de zamparse un trago—. Como una lotería: te ganas el cielo y ahí no necesitas ni mierda.
—Tas creyendo… -dijo Sindicato.
—Como las huevas… pero tú te vas derechito al infierno, por cagón —sentenció Lobo. Tenía la mano derecha tapándose la nariz y con la otra sacudía un periódico.

.
.

Navajas en el paladar

Jorge Eslava
Editorial: Alfaguara
Páginas: 148
Precio: S/39.00

Los demás desataron el chongo. Sindicato la siguió: flexionó las piernas y, con los pies plantados en la grama, elevó las nalgas para despedir uno estruendoso.
—Tápate este, Lobito. Y Arriba Alianza patoelmundo.
—Provecho, provecho —festejaron las chibolas.
—No jodas, causa. Me remueves el desayuno, a la franca.
—Taqueaniñado —se burló Lapicero—. Hablas como si hubieras tirado buen combo.
—Peoresnada, causa —dijo Lobo, pero bajito —. Misio me dejaron los tombos.
—¿Cuánto les bajaste?—preguntó Blanca.
—Cuarenta lukas.
—¿Por qué tanto? —otra vez Blanca.
—No atracaron con veinte lukas. Encima tuve que bajarme con una quina por la Elena.
—¿Por la Elena? – sorprendida Blanca.
—Sí… —afirmó algo abochornado Lobo.
—Yastás reblandecido, compadre. Taque perdonar a esa jerma —rezongó entre dientes Lapicero.

Lobo ni lo miró. Hubiera querido tener rabia y saltarle al pescuezo. “Pero es la verdad, estoy cagado”, pensó. Había vuelto con la Elena y ese amor era ácido en carne viva. Una colilla en los ojos de su libertad, porque con ella no se plantaría jamás.

—Carolina noche —soltó Sindicato.
—Se han avivado como la putamadre —dijo Teresa, que tenía entre sus manos la cabeza de Sindicato y rebuscaba liendres.
—No pasa nada —murmuró Lobo—, la libertad no tiene precio.
—Tanque debemos poner nuestras tarifas—dijo Bokechucha—. Con ese sajiro estamos hechos. Se la llevan toda…
—Calla, mierda —lo cuadró Lapicero—. Saliste volado anoche.

                                               * * *
No hay punto muerto en ese cagadero de relojes, tabas y trapos importados. Era la esquina de Lampa con La Colmena, a las jodidas horas del mediodía y allí estaban Chupijel y Conejo.

—Habla, socio. ¿Qué hay para negocio? —preguntó el tío seboso, dueño de una mica rosada abierta hasta el ombligo y de una reputación pendeja en ese paraíso.
—Chinea, son Armani —dijo Conejo, mostrándoselos.
—¡Carajo! Linda merca —metió cuchara Chuck Norris, el men de los videos porno y de cojonudo parecido al actor gringo —. Ahorita, cincuenta lukas.
—No me cagues, pe —repuso el tío seboso, abriendo los brazos y poniendo su tremenda cara estúpida de lado.
Las gafas de sol se perdían en las manzanas del tío, que escrutaba bisagras y posibles arañazos en los cristales.
—Te doy precio: cincuenta lukas. Habla.
—Suave, choche —contestó Conejo, tratando de recuperar lo suyo. Flamante y fugazmente suyo —Quiero setenta lukas.
—No seas malo, pe. Te has fijado en esta huevada —y enseñó algo que nunca supe qué. Pero ahí quedó el dedo, sobre el arco bañado en oro, aunque Conejo empezó a sentirlo atroya y no le gustó nimichi.
—No pasa nada —le dijo —. Ya dámelo.
—Ta no te pongas rancio, pe socio —y con la panza, el tío seboso apartaba fuera del alcance los anteojos.
—Como las huevas, ya dáselos —levantó la voz Chupijel.
—Es para negocio, chino —se bajó el panzemierda —. Hasta cincocinco, socio. No te van a dar más.

Hubiera sido duro recobrarlos, pero ahí estaba Chupijel y eran de nuevo los Armani flamantes y fugazmente suyos. La facha de vaporino de su casa (Bíceps generosos y el tatuaje de una calata) lo había librado de una más.

Jorge Eslava
Jorge Eslava

VIDA & OBRA

Jorge Eslava (Lima, 1953)

En 1980, Jorge Eslava ganó el primer premio de poesía en los Juegos Florales “Javier Heraud”, y el concurso “Poeta Joven del Perú” de ese mismo año. En 1982 ganó el Premio Copé de Poesía con Itaca, su tercer poemario, y en 1994 fue finalista del Premio Casa de las Américas. Su última novela, Navajas en el paladar, gira en torno a un grupo de muchachos limeños que sobreviven a las drogas, el alcohol y la violencia.

Contenido sugerido

Contenido GEC