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Un fragmento de "Brújula", de Mathias Enard - 2

Últimamente la especie humana no está en su mejor momento. A uno le dan ganas de refugiarse en sus libros, en sus discos y en sus recuerdos de infancia. De apagar la radio. O de ahogarse en el opio, como Faugier. También él estaba ahí cuando recibimos la visita de Gianroberto Scarcia. Regresaba de una expedición a los bajos fondos. Ese jocoso especialista de la prostitución elaboraba minuciosamente un léxico de argot persa, un diccionario de los horrores: de los términos técnicos de la droga, por supuesto, pero también de las expresiones de los hombres y mujeres prostituidos que frecuentaba. Faugier avanzaba tanto a vela como a vapor, como dicen los franceses; con su acostumbrada franqueza de Gavroche nos contaba sus excursiones, y yo a menudo tenía ganas de taparme los oídos. De no escucharlo más que a él, uno hubiese podido inferir que Teherán era un gigantesco lupanar para toxicómanos, una imagen muy exagerada pero no del todo desprovista de realidad. Un día, bajando en taxi de la plaza Tajrish, el chófer, muy mayor y cuyo volante parecía desatornillado para permanecer insensible a sus violentos temblores, me hizo la pregunta de forma muy directa, casi de buenas a primeras: ¿Cuánto cuesta una puta, en Europa? Tuvo que repetir la frase varias veces, tan difícil me pareció pronunciarla pero también comprender la palabra “djendé”: jamás la había oído en la boca de nadie. Tuve que justificar mi ignorancia como pude; el viejo se negaba a creer que nunca hubiese estado con una prostituta. Cansado de negarlo, acabé por soltar una cifra por azar, que a él le pareció rocambolesca; se echó a reír y decir ¡Ah, ahora empiezo a entender por qué no va usted de putas! ¡A ese precio, más vale casarse! Me contó que, sin ir más lejos, la noche anterior había cogido a una puta en su taxi.

—Después de las ocho de la tarde —me dijo—, las mujeres que van solas suelen ser putas. La de ayer me ofreció sus servicios.

Iba zigzagueando por la autopista, a todo trapo, adelantando por la derecha, tocando el claxon, sacudiendo el volante como un condenado; se volvía para mirarme y el viejo Paykan aprovechaba su distracción para escorarse hacia la izquierda.

—¿Es usted musulmán?

—No, cristiano.

—Yo soy musulmán, pero me gustan mucho las putas. La de ayer quería veinte dólares.

—Ah.

—¿Eso también le parece caro? Aquí son putas porque necesitan dinero. Es triste.

No es como en Europa.

—En Europa no es muy diferente –le dije yo.

—En Europa sienten placer. Aquí no.

Yo lo dejé cobardemente con sus certezas. El viejo se calló un momento para pasar por los pelos entre un autobús y un enorme 4x4 japonés. Sobre las platabandas, al borde de la autopista, unos jardineros cortaban rosales.

—Veinte dólares era demasiado caro. Le dije “¡Hazme precio! ¡Podría ser tu abuelo!”

—Ah.

—Yo con las putas sé manejarme.

Ya en el instituto le conté esta historia extraordinaria a Sarah, a quien no le hizo mucha gracia, y a Faugier, a quien le pareció hilarante. Fue poco antes de que lo agrediesen unos basijis; le dieron varios garrotazos, sin que el motivo de la riña quedase demasiado claro: atentado político dirigido a Francia o “simple asunto de costumbres”, nunca llegamos a saberlo. Faugier cuidaba sus moretones con risa y opio, y se negaba a entrar en detalles con respecto al enfrentamiento, repetía a quien quisiera escucharlo “La sociología es un deporte de riesgo”. A mí me hacía pensar en el Lyautey del relato de Morgan: se negaba a considerar la violencia de la que había sido objeto.  Nosotros sabíamos que Irán podía ser un país potencialmente peligroso, donde los esbirros del poder, oficiales u ocultos, no se andaban con miramientos, pero creíamos estar totalmente protegidos por nuestras nacionalidades y nuestro estatus de universitarios; estábamos equivocados. Las turbulencias internas del poder iraní podían muy bien afectarnos sin que llegásemos a saber el por qué. Sin embargo, el principal interesado no se equivocaba: sus investigaciones eran sus costumbres, sus costumbres participaban de sus investigaciones, y el peligro era una de las razones por las que esos temas le interesaban. Él sostenía que era más fácil que te diesen una cuchillada en un bar dudoso de Estambul que en Teherán, y sin duda tenía razón. De todos modos, su estancia en Irán tocaba a su fin (para gran alivio de la embajada de Francia); aquella tunda, aquella paliza, decía él, sonaba como un siniestro canto de partida y sus equimosis como un regalo a modo de recuerdo de la República Islámica. Los gustos de Faugier, su pasión por lo turbio, no le impedían ser terriblemente lúcido para con su condición: él era su propio objeto de estudio; admitía que, como muchos orientalistas y diplomáticos que no lo reconocen tan fácilmente, si había escogido al Este, Turquía e Irán, era por deseo erótico del cuerpo oriental, una imagen de lascivia, de permisividad que le fascinaba desde la adolescencia. Soñaba con los músculos de los hombres aceitados en los gimnasios tradicionales, con los velos de las bailarinas perfumadas —las almées—, con las miradas —masculinas y femeninas— realizadas con kohl, con las brumas de los baños turcos donde todas las visiones devenían realidad. Se veía a sí mismo como un explorador del deseo, y en ello se había convertido. Había profundizado en la realidad de esa imagen orientalista de la almeé y del efebo, y esa realidad acabó por cautivarlo hasta el punto de sustituir su sueño inicial; amaba a sus viejas bailarinas prostituidas, a las animadoras de los siniestros cabarets de Estambul; amaba a sus travestis iraníes excesivamente maquillados, sus encuentros furtivos en lo más profundo de un parque de Teherán. Qué importaba si los baños turcos eran a veces sórdidos y mugrientos, qué importaba si las mejillas mal afeitadas de los efebos rascaban como almohazas, él seguía apasionado por la exploración; por el goce y la exploración, añadió Sarah, a quien había dado a leer su “diario de campo”, como él lo llamaba: evidentemente, la idea de que Sarah se hubiese adentrado en semejante lectura me resultaba odiosa, me sentía atrozmente celoso de esa extraña relación por diario interpuesto. Aunque sabía que Sarah no sentía la menor atracción hacia Faugier, ni Marc hacia ella, imaginarla asomándose a su intimidad, a los detalles de su vida científica, que en ese caso concreto se correspondía con los de su vida sexual, me resultaba del todo insoportable. Veía a Sarah en el lugar de Louise Colet leyendo el diario de Egipto de Flaubert.

Sobre el autor

(Créditos: Literatura Random House)

Mathias Enard (Niort, Francia, 1972) es escritor y especialista en cultura y lengua árabe y persa. En el 2003 publicó La perfección del tiro, su primera novela, ganadora de los premios de la Francofonía y el Edmée-de-La-Rochefoucauld. Su novela Remontando el Orinoco fue llevada al cine en el 2012. También ha escrito Manual del perfecto terrorista (2007), Zona (2008), Habladles de batallas, de reyes y elefantes (2011), El alcohol y la nostalgia (2012), Calle de los ladrones (2013) y Brújula (2015), ganadora del premio Goncourt.

Sobre el libro

(Créditos: Literatura Random House)

Nombre: Brújula
Autor: Mathias Enard
Editorial: Literatura Random House
Páginas: 488
Precio: S/ 69,00

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