El arranque del nuevo libro de Hugo Coya sobre el Che Guevara y su relación con el Perú. (Ilustración: Manuel Gómez Burns)
El arranque del nuevo libro de Hugo Coya sobre el Che Guevara y su relación con el Perú. (Ilustración: Manuel Gómez Burns)
Hugo Coya

El lazo del destino
Aquel día, el destino ató su lazo inclemente alrededor de estos hombres, tan diferentes entre sí, pero, a partir de entonces, tan cercanos. Vidas que corrían paralelas se entrecruzaron y se anudaron, para hacer que sus historias se fundieran y confundieran de forma indeleble... y para siempre. Desde este momento será imposible hablar de unos sin mencionar a los otros, o recordar a aquellos dejando de lado a los demás. Unos emergerán como héroes; los demás, como villanos. Unos serán vencedores; el resto, vencidos. Unos, libertadores victoriosos; los que quedan, esclavos derrotados por sus pasiones.

En la rueda inexorable de la vida, el calendario signará ese principio como la mañana del 22 de marzo de 1967, en la sala de reuniones del Palacio Quemado, lugar donde el presidente René Barrientos Ortuño se encontrará con su ministro del Interior, Antonio Arguedas Mendieta, y el comandante en jefe del Ejército, general Alfredo Ovando Candía. Para un testigo desavisado, era solo una reunión de rutina, el encuentro que cada lunes sostenían los hombres fuertes de Bolivia para analizar el panorama político y social de la nación andina dentro de ese gran espacio lleno de objetos antiguos que relucían apenas por el tímido brillo solar que se colaba a través del amplio ventanal desde donde se divisa la plaza Murillo, en el centro de La Paz.


— Noticias subversivas —
Pero aquella ocasión estaba muy lejos de ser rutinaria. Como en muchos de los aciagos capítulos de la historia latinoamericana, al cabo de unas horas, nada de lo ocurrido habrá sido típico ni casual. Todo tendrá una causa, un precedente y, por supuesto, una consecuencia.

Comenzarán muy temprano, en una aún fría mañana, con la lectura de un telegrama que consignaba el sello de “Urgente”. Luego habrá una comunicación radiofónica y después una llamada por teléfono del jefe de la IV División del Ejército que, dirigiéndose al general Ovando Candía, confirmaba las sospechas acerca de la presencia de guerrilleros comunistas extranjeros en la selva de Ñancahuazú.

El testigo desavisado puede ser ajeno a los temas tratados en la reunión, pero no dejará de advertir la suspicacia y el escepticismo con que el presidente Barrientos Ortuño recibirá los informes sobre la irrupción subversiva. Quizás fuera la desconfianza hacia sus compañeros de mesa, pues posiblemente sospechaba que detrás de la denuncia se escondía una trampa, o de repente tenía demasiado presente que él mismo, en un tiempo no muy lejano, había usado una estratagema similar para hacerse con el poder.

Quien ejercía entonces la presidencia fue electo vicepresidente de la República bajo el mandato de Víctor Paz Estenssoro en agosto de 1964. Tres meses después de asumir el puesto, se encargó de reprimir una huelga nacional. Cumplió esa tarea de forma sangrienta, y se propuso otra más ambiciosa, en sintonía con el tamaño de su ego: traicionar a su jefe, darle un golpe de Estado y autoproclamarse presidente de la Junta Militar.[…]

Sin embargo, en esa época, los espectros golpistas pertenecían mucho más al mundo de los vivos que al de los muertos y, en cambio, eran los momentos de democracia los que, en Bolivia, como en la mayoría de países de América Latina, parecían alucinaciones, vagos espíritus que se evaporaban con tanta rapidez como el día pasa del ocaso a la penumbra.


—Marcas imborrables—
Casi siempre, las temidas interrupciones institucionales salían a ahuyentar la libertad con episodios inventados o reales que dibujaban un escándalo político que luego derivaba en rebelión. Algunas veces, esas interrupciones venían desde adentro; otras, eran promovidas desde más allá de los límites nacionales, ciertamente con propósitos intervencionistas.

Ese día podía no ser diferente y Barrientos Ortuño carecía de cualquier certeza. Pese a eso, esta vez, las diferencias con sus rivales se diluyeron, y los tres jerarcas estuvieron de acuerdo —al menos en lo formal— en que existían peores amenazas que su hambre de poder y que, por tanto, había que dar tregua a las rencillas intestinas. Debían mantener rumiando sus revanchas para digerir a otro adversario, que se presentaba más peligroso y voraz.

Aún no sospechaban que, a partir de ese instante, sus decisiones se convertirían en marcas imborrables de sus biografías y que afectarían a muchas personas, algunas de las cuales nunca llegarán a conocer, pero sufrirán sus consecuencias. Ignoraban el efecto dominó con que suele desenvolverse el destino.

Sea como fuere, aquella mañana, en el segundo piso del Palacio Quemado sobre la larga mesa tallada de fina caoba boliviana, los hilos se entrecruzaron hasta anudar las voluntades de esos tres hombres poderosos, después de cavilar por algunas horas e indagar acerca de los posibles escenarios.

Las horas se diluirán en discusiones hasta que Barrientos Ortuño dará por concluido el encuentro cuando, apelando a la formación castrense que lo transformó en general y a su gran olfato político, lanzará una orden terminante. “Hay que aplastar a estos comunistas de mierda a cualquier costo”, vociferará, dando un golpe de puño sobre la superficie de madera.

El testigo desavisado, mientras vaga por los pasillos, habrá quedado pasmado al oír el grito destemplado del mandamás de turno de los bolivianos.

Quienes conocieron de cerca los acontecimientos aseguran que Barrientos Ortuño, Ovando Candía y Arguedas Mendieta ignoraban por completo que el plan guerrillero comenzó a gestarse mucho tiempo antes, que involucraba a hombres de diferentes nacionalidades y que buscaba convertirse en una gran ofensiva con pretensiones de irradiarse hacia diferentes países de Sudamérica. Pero al final de esa mañana no todas las alertas habían sonado ni todas las vendas habían caído. Solo era cuestión de esperar. Como sea, la arremetida contra la guerrilla comenzó a fraguarse en esa reunión en el Palacio Quemado. Los uniformados consideraron que no tenían tiempo que perder, que los comunistas constituían una amenaza real, y que era necesario combatirlos a sangre y fuego. [...]

De inmediato, desde ese lugar, y con la anuencia del gobierno boliviano, Estados Unidos movilizó a agentes de la Central Intelligence Agency (CIA), y delineó un plan coordinado con los gobiernos de Argentina, Brasil, Chile, Perú y Paraguay para verificar la presencia de otros guerrilleros en sus territorios y cercar a aquellos que fueran localizados.

La guerra de guerrillas y la guerra contra las guerrillas se transformaban en realidad. Extendiendo sus hilos sobre el mapa de Sudamérica como un gran tejido, el destino unía a aquellos tres hombres poderosos que decidían la suerte de otros en el Palacio Quemado con el sueño andino del Che, forjado bajo la luz del foco incandescente de la pequeña habitación que ocuparon durante su exilio voluntario en Praga, apenas un año antes.

La leyenda comenzaba a ser escrita. Cuando el Che y sus compañeros creían que iniciaban la lucha por la liberación de Sudamérica, el destino ya había trazado para ellos planes muy distintos.

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