[Fotoilustración: Mind of robot]
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Jerónimo Pimentel

Argentina 78. Nací 20 días después de finalizado el Mundial.

España 82. El recuerdo es como esas imágenes que se crean y recrean hasta convertirse en verdad. En las mías hay colores: naranjas y ocres, y el beige de una pared; también rojos diluidos en el aliento etílico de la tropa horazeriana. El televisor es un Crown a colores y yo estoy en el piso jugando con canicas mientras en la pantalla ocurre la historia. Hay tensión, gritos de alegría y lamentos secos. Como consuelo un muñeco de Naranjito y los caramelos con las banderitas que consumiría hasta el siguiente Mundial.

México 86. La conciencia empieza en las Eliminatorias, con el gol de Barbadillo. Es la comidilla en la movilidad escolar, uno de esos Volkswagen modelo combi de color azul metálico con el logo crema. Tengo cierto protagonismo en la cháchara por compartir nombre con Patrulla. Se entiende la eliminación como un accidente, no como una condena. Ya entrada la Copa se corre el rumor, en los recreos, de que si Francia campeona los curas del Sagrados Corazones darán varios días de asueto. De pronto, todos tenemos a Platini en el corazón. Cambiamos figuritas. Gano mi primera apuesta deportiva: Francia vence a Brasil; Zico falla el penal. El tiempo extra contra Alemania, en la mejor semifinal de la historia de los mundiales, se convierte en una pesadilla recurrente, un hoyo negro que descalabra mi incipiente entendimiento futbolístico. Argentina triunfa, pero algo en mí no es feliz.

Italia 90. Es la prueba de fuego de mi amor: debo entender que el fútbol también es hermoso incluso cuando no se marcan goles. Es una lección dura. Me obsesiona la racha de imbatibilidad de un portero tan poco excepcional como Zenga, y me maravillan los reflejos de Gabelo Conejo. Celebro al Toto Schillaci, pero mi madre me pide que me fije en Baggio. Veo a Baggio, pienso en Baggio, creo en Baggio, gana Argentina. Me juro a mí mismo que cuando sea grande haré un libro sobre el gol de Caniggia a Nigeria, con cuatro capítulos dedicados a los segundos que Maradona se toma antes de dar la paciente asistencia. No cumplo, pero algunas noches me da por cantar “Notti magiche/ inseguendo un goal/ sotto il cielo/ di un’estate italiana”. Asimilo la lección de Lineker sobre el fútbol y Alemania.

EE. UU. 94. Acepto dos ideas equivocadas. La primera es que hay menos ignominia en ser goleado por un equipo que luego pasa por delante a otros (en el fútbol no hay transitividad). La segunda es una estafa más burda: el estilo de Colombia es una consecuencia del paso de Cueto por Cali en los ochenta (Di Stefano ya había hecho historia en Millonarios treinta años antes). Pero la farsa me convence y me obliga a sufrir: Higuita, Escobar. Sufro. Descubro que hay otras expresiones de la creatividad futbolística que no pasan por las maneras del 10 sudamericano, como Hagi y Stoichkov. La parquedad triunfa en la final y me resisto a celebrar un Mundial definido por penales. No celebro.

Francia 98. Junto con México 86 y Alemania 06 confirman mi top tres de grandes mundiales. El drama tuvo excelentes ejemplos deportivos: Argentina-Inglaterra y Francia-Paraguay. ¿Belleza? El gol de Bergkamp a Roa. Hubo equipos vistosos para escoger, como la Dinamarca de los Laudrup y la Holanda de Hiddink. En una decisión en la que aún me reafirmo, jalé un curso por inasistencias con el fin de no perderme tremendo espectáculo. Mis padres sabrán perdonar la confesión tardía.

Corea-Japón 02. Un ejercicio de resistencia alrededor del sueño con delincuentes vestidos de árbitros (Byron Moreno, Gamal Al-Ghandour). Un castigo al fútbol lleno de trasnoches, café, trago barato y desfases horarios. Quizá para eso sirvió: para probar hasta dónde podía llegar. Una vez hecho, el examen deja de ser útil. Por eso he concentrado todos los partidos en una sola imagen: el gol de Ronaldinho a Seaman. Y hasta hoy sigo sin creer, a pesar de que me parapeto en el pensamiento mágico, que aquello fue un disparo al arco y no un centro.

Alemania 06. Fui a Berlín poco antes de que el Mundial inicie y mi experiencia está teñida por un privilegio previo: haber entrevistado a Figo, a Van Nistelrooy, a Adriano. Recuerdo bien cuánto le costó a Italia vencer a Australia, la tanda de penales de Ricardo ante Inglaterra, el baile de Zidane a Brasil, el contraataque mágico que consagró a Del Piero apenas recuperado de su lesión… Todo es memorable, incluso en la infamia: el cabezazo a Materazzi, destemplado y desconcertante, es el último nervio que se rompe en la carrera de un campeón.

Sudáfrica 10. El fútbol prometía la consagración de una estrella, Messi o Ronaldo, pero en cambio coronó la exhibición colectiva española. Esa sustitución del equipo por la figura fue un síntoma perfecto de un tiempo inaugurado poco antes por el Barcelona de Guardiola y generó una deuda, sobre todo en el 10 argentino, que hasta ahora no paga. ¿Pero es una deuda real? ¿Con quién? El Mundial africano desbarató algunos prejuicios, como la idea de que todo megaevento debería ser organizado en el hemisferio norte, y confirmó unas pocas sospechas, como que Messi necesitaba más a Xavi e Iniesta de lo que ellos al rosarino.

Brasil 14. Del trauma del Maracanazo a la pesadilla final: encajar siete goles en casa en un Mundial es un antirécord solo aceptable en países exóticos y primerizos. Las consecuencias de esa humillación en la moral brasileña aún no están inventariadas, como sí lo está el aprendizaje alemán de la lección que Del Bosque legó. Lo hecho por Löw fue exactamente eso: construir un conjunto con anclas pero sin centro, a diferencia de Argentina, que escribió un capítulo más en su melodrama nacional con Messi.

Rusia 18. He esperado 39 años y 11 meses para escribir este párrafo. Pero aún sin saber el resultado de ayer, puedo decir: ha valido la pena.

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