Madres de los días, por Jaime Bedoya
Madres de los días, por Jaime Bedoya
Jaime Bedoya

Aprovechemos la mañana. Temprano, antes de dejarse arrastrar mansamente por la fuerza gravitacional de la celebración del electrodoméstico recién salido de su caja, la chompa horrible pero con feeling o el dudoso arte sentimental del jardín de la infancia, dediquemos cinco minutos a la persona real detrás de la tipología comercial que hoy los catálogos celebran con subliminal tipografía rosa: mamá.

La mujer es una versión mejorada del ser humano. Por su intuición, por su nobleza, por su empatía. Y también por su tajante y habitualmente sin retorno deslinde con la sinvergüencería. El hombre pelea, pecha, se reacomoda estratégicamente. La mujer perdona, pero no olvida. Cuando asume una lucha, la escoge de por vida. Y pobre de ti. Esa lucha, principio de realidad que le dicen, es asolada inmisericordemente, quiérase o no, por el agitado caudal de demandas que conlleva la maternidad cuando llega.

La propia vida se disuelve entre fiebres intrascendentes pero ansiosas, por un carrusel sin fin de pañales, por sarpullidos y excrecencias varias cuando aún ni el propio cuerpo se ha recuperado de la invasiva presencia de otro ser en su interior que ha desordenado hormonas, volúmenes y sentimientos de una manera irreversible y determinante. Inflamada e insomne, la mamá no ahorra sonrisas reales para ese extraño que acaba de eyectarse de ella: valioso shot de oxitocina, hormona de la confianza, recibe el recién llegado.

En cambio, el padre no duerme una noche y siente que se le acabó la vida. Su egocentrismo pende al borde de una crisis terminal, y las tinieblas nublan su futuro. Caballeros, por estas miserias del espíritu, somos vistos, no sin justicia, como banales bípedos con un colgajo entre las piernas. Más nada.

Más tarde enfrenta la madre abarcar emocionalmente el desenlace apabullante de pequeñas personalidades ajenas, tarea para la que no existe método ni manual infalible. Solo la apuesta ciega en la autocontención y ese inmenso acto de fe que es el afecto incondicional. Este no siempre presenta resultados inmediatos. Hay veces que no los presenta en absoluto.

Por eso en este día en que con la mejor buena intención —que  a veces es la peor— se quiere etiquetar a la madre como ser de incombustible luz y pozo sin fondo de amor eterno; recordemos que, a fin de cuentas, vive y respira como persona. Y que hasta la normalidad tiene fronteras.

Ellas no tienen por qué decirlo, pero no hay madre digna de llamarse tal que no haya considerado eventualmente estrangular a sus hijos. Lo de descartar al padre es una obviedad en estos tiempos de congelamiento de óvulos. Existe también la posibilidad de simplemente tomar una moto, caballo o cohete, y mandarse mudar a ese lugar inexistente donde recuperar una vida real y adulta para ellas solas.

Lo piensan, le dan vueltas, lo fantasean. Pero no lo hacen. Y ahí estarán cuando sangre la nariz, cuando se desplomen todos, cuando el techo se resquebraje amenazadoramente y cuando el hombre equivalga como la gripe al cáncer.

Hacerles un monumento no sirve para nada. Empiecen por hacerle el desayuno. Terminen por hacerla feliz.

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