Jaime Bedoya comenta, en su columna semanal "Disculpen la pequeñez", el fenómeno contemporáneo del binge watching.
 (Getty Images)
Jaime Bedoya comenta, en su columna semanal "Disculpen la pequeñez", el fenómeno contemporáneo del binge watching. (Getty Images)
Jaime Bedoya

Si en estos tiempos uno lleva una vida normal, con todo lo que de espeluznante tiene el término, eso supone tener en nuestro haber horas de horas de argumentos de series televisivas alojadas en esa masa gelatinosa y prodigiosa que es el cerebro.

De una manera, metódicamente archivadas, conviven en nuestra mente las líneas de vida de personajes tan intrincados como el maquiavélico Francis Underwood, el impulsivo Chuck Rhoades, el inescrupuloso Bobby Axelrod, el estratégico Tyrion Lannister, el pavo de Tom Kirkman, y todos los que entren, si es que hubiera un límite al respecto. Además de esta información, que no existe, sabemos de memoria los chismes y miserias de amigos y parientes. Hermoso órgano el cerebral.

Cada uno de estos sujetos imaginarios, a su vez, arrastra una red de filias y fobias, estableciendo minuciosas y demandantes cuotas de información. En vez de este material, podríamos atesorar conocimiento sobre el antiguo Egipto, sobre la música barroca o la fotosíntesis. Pero no. Coleccionamos narrativas ficticias con avidez y obsesión tanto portátil como nocturna. Antes se le llamaba leer.
Binge watching es el término anglosajón, derivado a su vez de binge drinking, con el que se refiere al consumo compulsivo y excesivo de series en línea. Lo que nosotros llamamos una maratón, pero con el agregado de que no nos movemos a ninguna parte.

La maratón propiamente dicha no es tal si no están involucrados restos de comida impregnados en la ropa, tendinitis crónica, y una laxa pérdida de la noción del tiempo y de tratos sociales básicos con el prójimo. En su variante romántica y algo más interactiva, existe el llamado and Chill: esta modalidad supone, bajo el pretexto de compartir con alguien una maratón de series, utilizar esta como escarceo preliminar al sexo. Siempre entre restos de comida, lo que le da una atmósfera salvaje y primitiva afín a la pasión chúcara.

Según las teorías en curso, la necesidad de sumergirse en narraciones largas y complicadas obedece a ciertas variables. Una de ellas es la necesidad de establecer una continuidad estructurada en medio de un estilo de vida contemporáneo marcado por la fragmentación: chats, tuits, scrolls, apps y tocs [1].

Otro postulado es que estas narrativas actuales, sofisticadas en su inteligente manejo del dilema ético humano, suscitan la dosis necesaria de empatía, o la ausencia de ella, con los valores básicos comunes de la especie.

Aun en la forma de aislados e insomnes zombis pegados a una pantalla seguimos necesitando ser animales sociales. Si no tenemos ese vínculo en la vida real, se procura en línea. El discernimiento entre el bien y el mal ahora depende del wifi. Lo resaltante es que contar con esa cuota básica de empatía digital no nos hace necesariamente mejores personas. Aunque sí menos aburridas, que no es poco.

[1] Transtornos obsesivo-compulsivos

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