[Ilustración: Andrea Lértora]
[Ilustración: Andrea Lértora]


Por Alexandra Hibbett

Cuentos heridos
es, al parecer, un libro para niños. Pero las apariencias engañan. Reconocemos a algunos de los personajes e historias: el patito feo, el lobo y las siete cabritas, los tres chanchitos; también cuentos y leyendas peruanas, como la muerte de Túpac Amaru, el mito del pishtaco; o fábulas de Vallejo y Salazar Bondy. Pero, al leerlos y al mirar bien las inquietantes y ambiguas brochadas de las ilustraciones de Andrea Lértora, rápidamente nos damos cuenta de que algo no anda bien.

Los cuentos para niños, usualmente, reconfortan; nos prometen un orden de las cosas dentro del cual podemos sentirnos seguros. Incluso si no terminan bien: en la versión de Perrault de La caperucita roja, el lobo se come a la niña, y punto. Pero, aun así, nos ofrece una lección: si eres una señorita, no hables con extraños. Queda claro quiénes son los malos y los buenos, y qué está bien o está mal hacer. Las moralejas se ofrecen nítidamente ante nosotros, como coordenadas para una vida exitosa y feliz.

Esto no se encuentra en los cuentos que nos entrega Agüero. En ellos, los malos no son tan malos, ni los buenos tan buenos.
En este libro, cuando alguno gana, se siente el dolor del vencido; y cuando parece haber justicia, se revela como cruel deleite en la venganza. Además, a veces, los finales esperados no llegan; y otras, los cuentos tienen los finales que conocemos, pero bajo una luz inquietante. El tratamiento del tiempo es, además, complejo: hay varios cambios abruptos de plano temporal en los que, de pronto, entendemos lo que pasó o no pasó años después de los hechos. El libro nos dice, así, que hay una tensión y un malestar contenidos, reprimidos, en los finales felices. El final mismo del libro es extraño; no concluye, sino que es como si se deshiciera. Los cuentos reconocibles se acaban poco a poco, y de pronto hay cuentos narrados en primera persona, de tono más personal, cada vez más cortos. Los últimos son más poemas en prosa que cuentos.

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¿Qué puede haber pasado para que los cuentos de nuestra infancia se hayan transformado en este libro? La respuesta está clara desde el epígrafe del famoso poeta inglés de la Primera Guerra Mundial, Wilfred Owen, o incluso desde simplemente saber que su autor es el mismo José Carlos Agüero, al que conocemos por Los rendidos (Lima: IEP, 2015), libro en el que reflexiona sobre el posconflicto peruano desde su óptica como historiador, trabajador de proyectos de derechos humanos e hijo de militantes de Sendero Luminoso asesinados.

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Relatos

Cuentos heridos

José Carlos Agüero y Andrea Lértora
Editorial: Lumen
Páginas: 30
Precio: S/ 39,00

Aparecen en los cuentos palabras como guerra, tortura, Cruz Roja, cárcel, forense; los ambientes que describen son de vulnerabilidad, de comunidades rotas, de violencia que se ha vuelto norma; y las historias están pobladas de cicatrices y ausencias. Son referencias que nos indican que, detrás de los cuentos, está la historia compleja, muy real, en la que hay mucho en juego. Los cuentos nos dicen que algo ha pasado, algo de lo que no se habla, pero que vuelve y se hace presente; así, nos transmiten con fuerza la sensación de que, tras el periodo de violencia política, entre peruanos ya no podemos contarnos los mismos cuentos de siempre. En vez de eso, tenemos que reflexionar con seriedad sobre nosotros mismos y nuestra terrible capacidad para la violencia. Este libro, al hacernos pasar sus páginas grandes llenas de dibujos, nos recuerda entonces nuestra niñez, pero con el fin de hacernos sentir profundamente adultos. 

A la vez de esta mirada oscura, los cuentos de Agüero también nos ofrecen una forma de consuelo, y quizá incluso de esperanza. Nuestros mitos, historias, creencias y recuerdos están siendo aquí replanteados, y los finales alternativos, aunque implacables, sugieren cierta fuerza contenida, cierto potencial. Quizá sea porque lo que nos sugieren es que todo pudo haber sido de otra manera. Y si eso es así, también el futuro está abierto a nuevas posibilidades.

En los cuentos y sus ilustraciones, encontramos un mundo donde la metamorfosis es posible: las personas se vuelven plantas, puentes, palabras, incluso fórmulas matemáticas, y en los cuerpos surgen los rostros de los ausentes. Así, el libro insinúa que estamos todos conectados o, más que eso, que estamos hechos de la misma materia, una materia que nos une íntimamente con el que pensábamos nuestro enemigo o al que pensábamos perdido. Y desde esa materia, no tienen sentido las ideas de final feliz o triste, o de personajes buenos y malos, ni las moralejas cerradas. Desde ella, más bien, podemos mirar la historia de nuevas maneras, asumir nuevas posiciones, cambiar.

Sin embargo, en este libro, no se ofrece una señal para, tras reconocernos con madurez y desencantarnos de nosotros mismos, dar el paso necesario de volver a apostar por un futuro diferente. El mundo que nos retrata es tan oscuro que no parece haber lugar para el coraje y el trabajo esforzado que claramente necesitamos para resolver los problemas concretos de los que fue triste consecuencia el periodo de violencia política. No podemos quedarnos con la visión tan dura y abstracta que nos ofrece este hermoso libro. Más bien, debemos tomar el libro como un impulso para salir de ella.

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