[Ilustración: Manuel Gómez Burns]
[Ilustración: Manuel Gómez Burns]


Durante años permanecí fiel a una extraña obsesión. Apenas alguien me hablaba de comienzos a mí me venía a la mente el recuerdo de un viejo pintor que durante mi infancia se dedicaba a pintar decenas de paisajes casi idénticos por televisión. Me llegaba la imagen del viejo barbudo envuelta en una solemne voz que nunca supe si era real o impostada. Segundos más tarde, cursi pero eficaz, llegaba la moraleja: la mejor manera de evitar un comienzo era imitar otro anterior. Yo, sin querer, acabé por tomarme en serio esa sabiduría de postal. Mientras el viejo se ponía a esbozar otro cuadro, repleto de arbolitos y montañas, yo me dedicaba a copiar algún comienzo que le robaba al recuerdo: un drible con el balón, una primera línea que de repente salía a flote, un giro con el cual comenzar una conversación. Nada estaba fuera del alcance de esa repetición inaugural. Así creí yo poder resguardarme durante años de esa horrible ansiedad que nos sobreviene al pensar que estamos haciendo algo nuevo. El viejo se ponía a pintar otro paisaje idéntico y yo seguía con mi vida, repitiéndola hacia delante.

Tal vez ha sido por eso que esta noche, al recibir el paquete ya pasadas las diez, he sentido que no pasaba nada sino que meramente se repetía algo. He escuchado un carro detenerse afuera, he mirado por la ventana y lo he visto todo: el viejo carro color verde oscuro, la forma en la que el chofer ha sacado algo de la parte trasera, las caras confusas de los niños que han detenido sus bicicletas para ver qué pasa. He entendido inmediatamente de qué se trataba, pero aun así me ha tomado unos minutos contestar la puerta, como si realmente no me lo esperase. He decidido en cambio servirme un trago, subir la música un poco y esperar hasta lo último. Solo cuando he sentido que el chofer estaba a punto de irse he decidido dejar el trago sobre la mesa, bajar las escaleras, abrir la puerta y encontrarme con lo que ya me esperaba: esa cara conocida pero ya casi olvidada que se limita a entregarme un paquete ya pasadas las diez de la noche. Lo he tomado en la mano, he esbozado algún gesto de condolencia y me he limitado a cerrar la puerta ante la mirada atenta y un poco juiciosa de los niños y algún padre. Entonces se ha escuchado en medio de la calle el rugir del motor y por mi mente ha pasado la remota imagen del carro trazando ese camino de vuelta a la ciudad que tantas veces tomé en plena noche. Lo he vivido todo como si fuese siete años atrás, no de noche sino de mañana, no un paquete sino una llamada, y entonces he recordado al viejo de los paisajes. Lo raro, me he dicho entonces, es eso: que en el comienzo no haya corte brusco, catástrofe ni colapso, sino una leve sensación de réplica, un paquete que llega justo a las diez, cuando ya nadie lo esperaba pero cuando todavía se está despierto, como si se tratase no de una verdadera urgencia sino de una mera tardanza. Algo que debió llegar a las ocho llega a las diez y de repente las reglas del juego son distintas y las miradas son otras. He tomado, sin embargo, el paquete en la mano, he calibrado su peso y al llegar al cuarto lo he dejado caer sobre la mesa. Y así, en medio del caluroso verano, con la ventana abierta a la calle que ahora sí parece vacía, me he puesto a pensar en esa llamada que entró hace siete años, apenas pasadas las cinco de la mañana, a esa hora cuando nadie espera interrupciones al sueño. Entonces el paquete se me ha vuelto pesado, real, un poco molestoso, y no me ha quedado otra que abrirlo y encontrarme con lo que presentía: esa serie de carpetas color manila que se esconderían detrás del anonimato si no fuese porque en la última se distingue una breve anotación escrita en su inequívoca caligrafía. Confirmada mi sospecha, no he desesperado. Como dice Tancredo, todo perro tendrá su hora.

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novela

Museo animal
Carlos Fonseca
Editorial: Anagrama
Páginas: 448

Tancredo tiene sus teorías. Dice, por ejemplo, que todo fue un complot, bebe cerveza negra y sonríe. Desde hace años se limita a criticar una por una mis decisiones, a deshacerlas a base de humor y cervezas. Tancredo es mi pequeña máquina del desconcierto, mi artefacto de la refutación, por no decir mi amigo. Me dice, por ejemplo, que aceptar la llamada era inaceptable. Inaceptable no porque yo supiera lo que había detrás, sino porque debería haber estado durmiendo. Aparte, dice, ¿quién era yo para creer que sabía algo de ese mundo? Me dice cosas así, luego bebe cerveza, sonríe y esboza otra teoría. Yo creo, me dice, que acá la cosa va por otra parte: un día van a regresar y te vas a dar cuenta de que todo esto era una broma enorme. Una broma menor que fue creciendo y creciendo hasta que después nadie tuvo el coraje de decirte que era una broma y tú te quedaste ahí sin saber si el asunto era tragedia o farsa. Ve que no me interesan sus teorías y cambia la estrategia. Sabe que las anécdotas me gustan más que las teorías y tal vez por eso me pregunta: “¿Conoces la historia de William Howard?”

Me limito a mover la cabeza en un gesto de negación. Con Tancredo nunca se sabe de dónde saca sus historias pero ahí están, siempre a la disposición de la mano, como si se tratase de una cajetilla lista para ser dividida. Y así me cuenta la historia de este tal William Howard, un gringo que conoció en el Caribe. Me dice que lo conoció en la calle, cuando el tipo se le acercó en trapos, apestoso y borracho, a pedirle dinero. Todos los días, me dice Tancredo, era lo mismo: se le acercaba como si no lo conociese y en un pésimo español le pedía alguna limosna. La cosa, me dice, es que al cabo de dos meses, el personaje empezó a fascinarle: ¿por qué estaba allí, cómo había llegado, por qué se había quedado? Así que fui, dice Tancredo al ritmo que sorbe cerveza, me le acerqué y le pregunté en persona por su historia. ¿Sabes lo que me contestó el muy pícaro? Me dijo que llegó allí porque él coleccionaba islas. Al principio pensé que era un error lingüístico pero luego quedó muy claro que aquel hombre se lo creía todo: se creía que las islas eran algo que se coleccionaba, como si fuesen monedas o estampas. Siempre me quedó la duda de quién le había hecho creer semejante barbaridad. Pero allí estaba el hombre, en medio de una isla, como si alguien hubiese olvidado contarle por dónde iba el chiste. Tancredo sonríe, me da un espaldarazo y termina diciéndome: tranquilo que el perro tendrá su hora.

Por eso cuando descubrí hace una semana el obituario en el periódico recordé las palabras de Tancredo y la historia de William Howard. Coleccionista de islas: no sé por qué me saltó la frase del gringo sobre las islas y súbitamente creció en mí la convicción de que era necesario recopilar todos los obituarios, los impresos y los digitales, absolutamente todos, como si de islas se tratase. Los fui recopilando, uno por uno, en una especie de coleccionismo adictivo hasta que hoy, pasadas las diez, escuché la llegada del carro y supe de qué se trataba. Desde entonces, por una buena hora, me he quedado pensando en esa primera llamada tempranera hasta que una breve intuición ha revoloteado sobre mi estupor y me ha forzado a confrontar el peso de la evidencia: las carpetas que se amontonan como islas me fuerzan a pensar que durante todo este tiempo ella guardó un propósito secreto para esos apuntes. ¿Tragedia o farsa? Por el momento me niego a abrir ese archivo que Tancredo jura documenta la estrategia de una gran carcajada.

[Foto: Anagrama]
[Foto: Anagrama]

vida & obra
Carlos Fonseca (San José, Costa Rica, 1987)

Doctor en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Princeton. El año pasado formó parte del proyecto Ochenteros, de la
FIL Gudalajara, que reúne veinte nuevas voces de la narrativa latinoamericana. Además, este año fue seleccionado por el Hay Festival como parte del encuentro Bogotá 39. Coronel lágrimas (2015), su primera novela, fue ampliamente celebrada por la crítica. Actualmente, Fonseca es profesor en la Universidad de Cambridge.

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