[Ilustración: Rolando Pinillos Romero]
[Ilustración: Rolando Pinillos Romero]


A veces los albaceas literarios se parecen a esos magos diestros en sacar interminables pañuelos de la manga. Cuando en 1962 apareció The Wild Years, una recopilación de artículos periodísticos de Ernest Hemingway, nadie se imaginó que a ese primer libro póstumo le seguirían alrededor de 30 volúmenes (entre novelas, cuentos, poesía, fábulas, reportajes, memorias, correspondencia, juvenilia, conversaciones y antologías). ¿Es posible que Hemingway escribiera tanto?

La pregunta resulta inevitable sobre todo si se repara que en el curso de su vida no publicó más que una quincena de títulos (siete novelas, un conjunto mixto de cuentos y poemas, una selección de viñetas, tres colecciones de cuentos, dos reportajes y un drama). En sus últimos 20 años apenas divulgó dos libros nuevos (Al otro lado del río y entre los árboles y El viejo y el mar). No obstante, se sabía que escribía tenazmente cada mañana y que abrigaba ambiciosos planes narrativos. ¿Qué ocurrió, entonces? Porque, a pesar de su entusiasmo, lo cierto es que muchas de esas obras en marcha quedarían inconclusas o pendientes de revisión. Exigente consigo mismo, su famoso “detector de mierda” (herramienta que, a su juicio, todo escritor debía desarrollar para preservar la calidad de su trabajo) le impidió culminar proyectos de diverso calado, algunos de sumo interés, pero que aún requerían una mayor depuración antes de ser vertidos en letras de molde.

No debemos olvidar que Hemingway, ante todo, era un artesano que cincelaba su prosa con el rigor de un escultor. Su búsqueda de la frase adecuada y la palabra exacta lo asemejan al artista que talla un bloque de piedra y que debe dar los golpes precisos para desbastar el material y eliminar lo superfluo, con el fin de obtener la forma esencial que aspira a descubrir. Esta imagen del estilista se impone al abrir The short stories of Ernest Hemingway: The Hemingway Library Edition (Nueva York: Scribner, 2017), obra singular que nos permite contrastar los sucesivos borradores de varios de sus cuentos más emblemáticos.

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En sus comienzos, el joven narrador escribía a mano; luego pasaba el contenido a máquina, una o dos veces, efectuando correcciones durante el proceso. En los textos mecanografiados hacía añadidos o insertaba pasajes alternativos manuscritos. Insistía en suprimir vocablos y frases, práctica que seguía realizando en la fase de revisión de las pruebas de imprenta. “Una y otra vez —como afirma el responsable del volumen, su nieto Seán Hemingway—, mediante un cuidadoso trabajo de edición, cortaba deliberadamente una significativa cantidad de material para que cada cuento sea tan ajustado y conciso como fuera posible”.

Ernest Hemingway escribiendo en su maquina durante su estadía en Cuba [Foto:   ]
Ernest Hemingway escribiendo en su maquina durante su estadía en Cuba [Foto: ]

La gran novedad de la edición que comentamos es el rescate de un pequeño relato fechado en el otoño de 1918 y que pertenece a la colección que alberga la Biblioteca John F. Kennedy de Boston. Si antes pasó inadvertido se debe a que se trata de un manuscrito autógrafo que data de la temprana juventud del escritor y que nunca se transcribió a máquina. Son cuatro páginas escritas a lápiz en ambos lados de dos hojas de la papelería de la Cruz Roja Americana de Milán. El texto ni siquiera fue titulado, lo que ha llevado a identificarlo como “Cuento sin título sobre Milán”.

Por supuesto, no es más que un esbozo, pero resulta importante por varias razones. Es una de las pocas muestras que se han conservado del periodo de aprendizaje de Hemingway, cuyos primeros relatos se perdieron cuando a su esposa Hadley le robaron una maleta con todos los originales y copias en una estación ferroviaria de París. Sin embargo, dado que ese incidente ocurrió después de la Primera Guerra Mundial, el “Cuento sin título sobre Milán” es una rara y precoz incursión literaria de Hemingway, pergeñada durante su estadía inicial en Europa, cuando convalecía de las graves heridas que había sufrido en el frente italiano. Esta experiencia marcaría al rojo vivo al intrépido letraherido y sería el germen de varias de sus ficciones.

La historia está ambientada en el Día del Armisticio (11 de noviembre de 1918) y transcurre en el Hospital Americano de Milán, adonde Hemingway había sido trasladado luego de ser alcanzado por un obús austriaco en Fossalta el 8 de julio de ese año. Era un voluntario imberbe que, tras haber sido rechazado por el ejército de su país, había porfiado hasta ser aceptado como conductor de ambulancias de la Cruz Roja. Empero, sus sueños de gloria se habían esfumado al haber experimentado en carne propia el horror de la guerra. Había estado a punto de que le amputaran las piernas, laceradas por 227 esquirlas de metralla.

Todo hace suponer que escribió este cuento mientras se restablecía en el hospital, como sucede con el protagonista, quien ostenta el nombre de Nick Grainger y prefigura a Nick Adams, el personaje que será alter ego de Hemingway en su narrativa breve. Lo interesante de la historia milanesa es que anticipa los grandes temas que abordará en su obra futura. A los 19 años, el aprendiz de narrador traza un derrotero vital signado por la tragedia. Llama la atención el comportamiento estoico del soldado, quien no participa de la algarabía que suscita el fin de la contienda. Su diálogo casual con la enfermera nos recuerda episodios de Adiós a las armas. Más aun, su meditación amarga e irónica en torno al heroísmo y el desdén con que contempla sus condecoraciones confirman la pérdida de su inocencia y reflejan el profundo desencanto que embargará a la llamada generación perdida.

Ernest Hemingway y su esposa Mary Welsh en la La Habana, Cuba. [Foto: AFP]
Ernest Hemingway y su esposa Mary Welsh en la La Habana, Cuba. [Foto: AFP]

Por último, habrá que señalar que ya en este cuento embrionario se advierte el genio de Hemingway como maestro de la elisión. No le hace falta esclarecer las secuelas de las heridas del protagonista: su gravedad está implícita (no solo tiene las piernas comprometidas sino un brazo inutilizado) y seguramente ha quedado inválido, como lo corrobora su decepción por no haber muerto. El final es devastador.

Mirando en retrospectiva, es inquietante que el tema del suicidio atenazara tan pronto al escritor. Por cierto, esta tendencia autodestructiva se convertirá en un estigma familiar cuando, una década después de haber concebido el “Cuento sin título sobre Milán”, su padre se pegue un tiro. Más adelante, Hemingway también sucumbirá a la tentación de poner fin a sus días, acto que será imitado por su hermana Ursula y su hermano Leicester. Y, como si eso no fuera suficiente, su nieta Margaux y su exesposa, la periodista Martha Gellhorn, elegirían el mismo camino.

CUENTO SIN TÍTULO SOBRE MILÁN
Ernest Hemingway

Nick yacía en la cama del hospital cuando, desde fuera, llegó el rugido histérico de la multitud que deambulaba por las calles. “¡Viva la pace! ¡Viva la pace!”, irrumpió la voz del gentío a través de las puertas de vidrio cerradas, mientras la turba que agitaba banderas, soplaba cornetas y blandía antorchas de papel se enardecía en la calle del Hospital Americano y gritaba “¡Viva América!” y luego “¡Viva Wilson!”.

     —¡Caramba —dijo Nick, sonriéndole a la enfermera—, esas cornetas suenan igual que en Halloween! Como hace algún tiempo en los Estados Unidos, ¿no, hermana?
    —¡Oh! ¿No sería maravilloso estar en Broadway? —dijo la enfermera alegremente.
    —No sé cómo estará Broadway, pero apostaría que las cosas están que revientan en Petoskey, Michigan, de donde vengo. No sabía que usted era neoyorkina.
    — Oh, en realidad no. Soy de Fort Wayne, Indiana. Está en la ruta del ferrocarril de los Grandes Rápidos e Indiana, el que va a Petoskey. ¡Pero usted sabe lo que todos dicen de Broadway!
    —Claro, yo también he dicho lo mismo. Bien… Buenas noches, hermana. Fort Wayne va a estar muy bonito en un par de meses, ¿eh?
    —¡A mí ni me hable de Broadway! —le respondió la enfermera, sonriéndole por encima del hombro mientras cerraba la puerta.
Nick estiró una mano escuálida, cogió una botella de la mesa junto a su cama y la metió debajo de las sábanas.
Un momento después, reapareció la enfermera.
    —Me pregunto dónde estará la botella de cloruro. Tenía la certeza de haberla dejado aquí. ¿No se la llevó la señorita Becker, señor Grainger?
    —Debe habérsela llevado —dijo Nick.
Sobre la mesita de hierro al lado de la cama había dos cajas oblongas de cuero marroquí de color rojo.

Nick abrió la primera y sacó una medalla de plata redonda con una sencilla cinta azul. La segunda caja puso al descubierto una cruz de bronce. Nick examinó las dos medallas dándoles una y otra vuelta con su mano derecha. Entonces tomó un papel escrito a máquina y se lo leyó a sí mismo.

    —La traducción que hizo Giovanni es un tanto florida. “A pesar de que previamente había sido herido en el brazo izquierdo y no se le había recomendado para el servicio activo, se ofreció como voluntario para la ofensiva cuando su brazo aún no había curado del todo. Herido dos veces por las ametralladoras del enemigo, siguió avanzando a la cabeza de su pelotón con gran aplomo y valor hasta que el obús de un mortero de las trincheras le impactó en las piernas. Por su intrepidez y coraje, así como por su noble ejemplo, el Estado le ha concedido la Medaglia d’argento al valore. La Croce al merito di guerra le ha sido otorgada con anterioridad”.

Nick dobló el papel y su sonrisa se convirtió en una mueca.
     —Este dólar falso representa mis piernas y esta cruz de hojalata es mi brazo izquierdo. Tuve una cita con la Muerte, pero la Muerte me dejó plantado y ahora todo se ha acabado. Dios me traicionó.

(Traducción de Guillermo Niño de Guzmán)

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