[Foto: “El aquelarre” (1798), de Francisco de Goya / museo Lázaro Galdiano, Madrid]
[Foto: “El aquelarre” (1798), de Francisco de Goya / museo Lázaro Galdiano, Madrid]
Jorge Paredes Laos



María Magdalena Camacho era una limeña de tez blanca. Tenía 38 años y desde muy joven se había dedicado a sanar cuerpos y a preparar filtros de amor. Para que estos surtieran efecto, les pedía a sus clientas una sola cosa: deshacerse de sus rosarios y crucifijos y que nunca más usaran imágenes religiosas. Petrona de Saavedra, en cambio, era mulata, tenía 40 años, y en sus curaciones imploraba a la virgen María y a los santos católicos pero también invocaba al inca y al espíritu de la coca. A diferencia de ambas, Juana de Apolonia era negra y había sido esclava. Era experta en ungüentos amatorios y decía que era capaz de conseguir la “ilícita amistad” de las mujeres. Ella le rezaba por igual al diablo y a la figura de María. Por último, a Antonia de Abarca, de 31 años, no se le conocían tratamientos milagrosos pero la gente decía que solía acudir a parajes solitarios para tener “pactos carnales” con el demonio.

Si algo une a estas cuatro damas, aparte de haber vivido en Lima durante la segunda mitad el siglo XVII, es que todas ellas fueron a parar a la Inquisición acusadas de hechicería. Pero había algo más: eran mujeres que zafaban del control masculino, pues eran solteras, viudas o prostitutas, y eso en aquel tiempo resultaba peligroso. Era una época en que la mujer debía vivir bajo la tutela del padre, del esposo o del sacerdote, y por ello no es casual que la mayoría de las encausadas por el Santo Oficio escaparan de esta condición. Y si bien tenían independencia y cierto poder debido a su conocimiento de plantas y brebajes, estaban expuestas a ser denunciadas de herejías y de realizar pactos con el maligno ante una Iglesia y un Estado temerosos de las idolatrías y las costumbres paganas.

En Lima, como en Cartagena, en La Habana o en Guatemala, era tal la cantidad de mujeres dedicadas a la venta de pócimas, a las curaciones milagrosas con imágenes cristianas o con ídolos ancestrales que los casos registrados por la Inquisición durante los siglos XVII y XVIII fueron solo la punta del iceberg. En lo que coinciden los investigadores e historiadores del tema es que aquí no hubo brujas, al menos no de acuerdo a la concepción europea del término. “La hechicera colonial no era bruja porque no formaba parte de ninguna comunidad mistérica, y por lo tanto en el Perú virreinal no existieron aquelarres que suponían la práctica de la magia negra”, nos aclara el historiador y escritor Fernando Iwasaki. En su opinión eran mujeres expertas en sanaciones y amarres, como las que aparecen en La celestina. Seres que amenazaron el régimen patriarcal al combinar —como dice la historiadora María Emma Mannarelli— tres elementos peligrosos para el sistema: el sexo femenino, el daño y el poder.

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Según Mannarelli, una de las mayores estudiosas de la situación de la mujer en la época colonial, en la segunda mitad del siglo XVII comparecieron ante la Inquisición de Lima 64 mujeres, de las cuales 49 fueron acusadas de hechicería. A partir de los documentos de estas causas de fe conservadas en el Archivo Histórico General de Madrid o en el Archivo General de la Nación, la investigadora ha podido retratar la vida de estas procesadas.

Tenían en promedio entre 20 y 40 años y eran de origen étnico variadísimo: podían ser blancas, cuarteronas, mestizas, mulatas, zambas e indias y todas —eso sí— pertenecían a las clases bajas de la ciudad. Cobraban entre ocho y 24 pesos por sesión, y entre sus habilidades estaban la unión de parejas, la atención de los partos, la cura de diversos males y la preparación de brebajes a partir de plantas tradicionales y animales, algo que era visto como demoniaco. Más aun porque muchas usaban en sus ceremonias ídolos indígenas e invocaban no solo a santos católicos, sino también al inca y la coya. Toda una gama de sortilegios que demostraban que la Conquista fue también un encuentro de supersticiones: las venidas de la península ibérica, de influencia mediterránea, donde las pócimas y afrodisiacos eran moneda corriente; y las nativas, basadas en los objetos provenientes de las huacas y en la ingesta de plantas alucinógenas. Y si a esto agregamos las prácticas mágicas procedentes de África, entonces tenemos el combo perfecto. Como afirma el historiador Pedro Guibovich se trataba de una cultura que creía en lo sobrenatural y en el poder de los objetos.

Doña Isabel de Andrada de Carvajal en una audiencia de la Inquisición a fines del siglo XVI. Archivo General de la Nación de México. [Foto: en “Hechiceras, beatas y expósitas. mujeres y poder inquisitorial en Lima”]
Doña Isabel de Andrada de Carvajal en una audiencia de la Inquisición a fines del siglo XVI. Archivo General de la Nación de México. [Foto: en “Hechiceras, beatas y expósitas. mujeres y poder inquisitorial en Lima”]

En uno de los procesos citados por Mannarelli en Hechiceras, beatas y expósitas. Mujeres y poder inquisitorial en Lima, una de las testigos afirma que la acusada Juana de Vega tenía “cuatro ollitas en las que hacía unos remedios para cuatro señoras de Lima, [para] que fueran queridas de sus amigos y no dejadas y como caseras le daban cada una ocho o diez pesos cada vez que hacía el remedio o lo renovaba y lo hacía con semen del hombre, con agua de olor, con otras plantas y le hacía un conjuro que hablaba sobre cada ollita”. Este amarre, sin embargo, no era nada si lo comparamos con este otro que servía para domar a los maridos “por más bravos y enojados que estén”: “Magdalena Camacho tostó la carne de una criatura sin bautizar y de los polvos hizo un sahumerio que daba a las mujeres… para amansar a los hombres”.

Otro autor, el español Juan Blázquez Miguel, en Brujas e inquisidores en la América colonial, afirma que el semen y la sangre menstrual eran sumamente utilizados para elaborar conjuros amorosos, prácticas extendidas en México y en Guatemala, incluso hasta el siglo XIX. Él narra el caso de María de Jesús Cornejo, una lambayecana que alrededor de 1770 fue apresada por la Inquisición con 339 barras de jabón, que contenían unos “polvos amarillos” que arrojaba sobre los hombres para “despertarles volcánicas pasiones”.

Lo curioso —apunta Mannarelli— es que estas mujeres justificaban sus acciones diciendo que estaban dirigidas a aplacar las iras y las infidelidades masculinas. Esto se hace evidente en otro hechizo citado por la autora: “Yo te conjuro con el Inga, con todos sus vasallos y secuaces. Lucifer, Barrabás, Belcebú y Satanás, todo[s] en el cuerpo de R y en su corazón entréis, todos batalla le deis y no le dejéis estar ni sosegar, ni en silla sentar, ni en cama echar, ni con otra mujer pueda estar, ni ninguna mujer le parezca bien si no fuera yo…”.

Esta capacidad que al parecer tenían las hechiceras para dominar a los hombres causó terror entre clérigos e inquisidores. La mayoría de clientes de estas brujas locales eran esposas o amantes que querían “hombres dóciles”, y trataban de trastocar ese orden supuestamente natural que determinaba los roles de los géneros. “Estas expectativas femeninas revelan la violencia cotidiana inherente a las relaciones entre los sexos, expresan también un cuestionamiento a la autoridad. Las mujeres reclaman poder sobre los hombres, dominio de la situación. Sin lugar a dudas, se trató de una actitud desafiante frente a la posición que según las autoridades civiles y religiosas debía mantener la mujer ante el hombre”, escribe Mannarelli en el libro citado.

Luego nos dirá: “La sumisión femenina ha sido siempre una visión masculina. Las mujeres, en su mayoría, han mostrado en todas las épocas insospechadas formas de rebelión”.

Las activistas de W. I. T. C. H. en una performance en Nueva York, a fines de los años sesenta. [Foto: Witch pdx.com]
Las activistas de W. I. T. C. H. en una performance en Nueva York, a fines de los años sesenta. [Foto: Witch pdx.com]

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Aunque en la América hispana no se quemó a ninguna bruja o hechicera, los juicios y procesos no dejaron de ser violentos. Según cuenta Natalia Urra Jaque, historiadora de la Universidad Andrés Bello de Chile y autora de la tesis doctoral Mujeres, brujería e inquisición: Tribunal inquisitorial de Lima, siglo XVIII, “en su mayoría las acusadas comparecieron en autos de fe privados, en iglesias y capillas. El castigo por excelencia era la vergüenza pública, y era bastante denigrante”. Este consistía en pasear por las calles más concurridas de la ciudad a la supuesta hechicera, desnuda de la cintura para arriba, y sentada sobre un burro, mientras a viva voz un pregonero iba dictando su sentencia. “Se le daban azotes y la cantidad variaba de acuerdo al estado de salud de la condenada. Podían ser 100 o 200. Algo también común era el destierro. Además, muchas debieron cumplir penitencias, custodiadas por algún sacerdote, o fueron obligadas a asistir a ciertas cantidades de misas al año, a confesarse y a rezar muchas oraciones al día”, añade la académica.

Blázquez Miguel narra que en marzo de 1634, en Cartagena de Indias, se denunció un supuesto aquelarre en el que estaban involucradas 15 personas, la mayoría de ellas mujeres esclavas. Justa, una mulata al servicio de doña María Ana de Armas, confesó haber reconocido a Lucifer como su señor, “besándole el trasero y bailando a su alrededor con candelillas, cenando alimentos brujeriles y fornicando con él”. En este caso, después del auto de fe desarrollado en la iglesia mayor de Cartagena, los acusados fueron condenados a la confiscación de bienes —que no eran muchos, obviamente— y a recibir entre 100 y 200 azotes. Finalmente, fueron enviados al destierro.

En otro caso —contado por el mismo autor— en La Habana, una negra criolla de nombre Teodora de Saucedo confesó haber sido “poseída sodomíticamente” por un ser vestido con largos ropajes y con olor a azufre. Antes, este personaje la había obligado a dibujar una cruz en el suelo, la que borró con el trasero, mientras renegaba de la iglesia católica.

Según Blázquez todas estas confesiones, que eran muy parecidas en distintos juicios, no eran más que “mascaradas organizadas por crédulos inquisidores que confundían fantasías con realidades”. Es probable que, bajo tortura, las acusadas terminaran diciendo siempre lo que ellos querían escuchar, de acuerdo a cuestionarios preparados de antemano por el Santo Oficio.

Por aquella época, en América tuvo gran circulación el Malleus Maleficarum, un documento publicado en Alemania alrededor de 1486 y que sustentó toda la caza de brujas en Europa entre los siglos XVI y XVII. Este libro era todo un tratado de misoginia y calificaba a las mujeres como seres frágiles y proclives a las debilidades de la carne, por lo que siempre eran tentadas por el demonio.

1775. “Las tres brujas de Macbeth”, de Daniel Gardner.
1775. “Las tres brujas de Macbeth”, de Daniel Gardner.

De acuerdo a Jean Delumeau, el autor de El miedo en Occidente, detrás del temor a las brujas estaba agazapado el miedo a las mujeres. “Como se diría en estos tiempos, se trata del pánico al empoderamiento femenino”, ironiza la historiadora Claudia Rosas. “En el fondo, la brujería y la hechicería eran ámbitos de poder y de conocimiento. Hay que pensar que se trataba, en realidad, de curanderas que practicaban la medicina tradicional, y que tenían saberes ancestrales que provenían, en el caso de América, del mundo prehispánico; y en el de Europa, de tradiciones campesinas celtas, que no eran aceptadas por la cultura dominante”, explica Rosas.

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La persecución de las brujas en Europa y de las hechiceras en América se debió también a razones coyunturales y políticas. Según el medievalista italiano Franco Cardini, la persecución de la brujería empezó a gestarse en la Alta Edad Media, alrededor del año 1100, cuando el cristianismo se expandió por las antiguas provincias del Imperio romano de Occidente. Entonces comenzaron a castigarse los rituales paganos que aludían a la diosa Diana y a su corte de mujeres que volaban por las noches. En esta época se popularizaron textos teológicos como los del obispo alemán Burcardo de Worms, que advertían de “ciertas mujeres malvadas, secuaces de Satanás y engañadas por las ilusiones diabólicas que declaran cabalgar en horas de la noche más profunda”. Esto que sonaba a superstición fue convirtiéndose con el tiempo en amenaza a los ojos de europeos aterrados por la sequía, la hambruna y la peste negra, males que asolaron el viejo continente en diversos períodos entre los siglos XIV y XVII.

Entonces, las brujas se convirtieron en chivos expiatorios de un continente sumido en la crisis y la desesperación, y se les responsabilizó de los campos yermos, de las cosechas perdidas y de las plagas. Se estima que más de 42.000 mujeres fueron llevadas a la hoguera; y muchas otras, torturadas y enviadas al destierro entre los años 1400 y 1700. Según Urra Jaque, “la bruja fue un prototipo de esa Europa nórdica y se le acusaba de pactar con el diablo, de quemar con su mirada los campos, de matar a los animales y de envenenar el agua”.

En el caso peruano, el acoso a las hechiceras se enmarcó también en ese proceso conocido como extirpación de idolatrías, en el siglo XVII, cuando las autoridades coloniales temían rebeliones indígenas y trataron de erradicar los cultos ancestrales. Como precisa Pedro Guibovich, en ese tiempo la Inquisición publicaba constantemente edictos alentando a la gente a denunciar la hechicería, la brujería, el sortilegio y la bigamia.

Ilustración de "Martillo de las brujas", libro escrito por dos monjes alemanes pertenecientes a la inquisición. El manuscrito fue hecho para probar la existencia de las brujas e informar acerca de cómo combatirlas en el siglo XV.
Ilustración de "Martillo de las brujas", libro escrito por dos monjes alemanes pertenecientes a la inquisición. El manuscrito fue hecho para probar la existencia de las brujas e informar acerca de cómo combatirlas en el siglo XV.

“La pregunta que yo no puedo responder es por qué algunas mujeres fueron denunciadas y por qué otras no. La labor de la
Inquisición reposaba en la delación y creo que en estas denuncias hubo un componente significativo de venganza o de recelo”, enfatiza el historiador.

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El siglo pasado la figura de la bruja ha sido reivindicada por diversos colectivos feministas a lo largo del continente. Tal vez el más emblemático y radical haya sido el grupo W. I. T. C. H., que entre 1968 y 1970 realizó diversos manifiestos, tomó redacciones de diarios y organizó protestas en las calles de Nueva York, con lemas como el siguiente: “Cuando te enfrentas a una de nosotras, ¡te enfrentas a todas! Pasa la palabra, hermana” (parecido al actual de Ni Una Menos: “Tocan a una, tocan a todas”). Estas feministas realizaban actos que llamaban aquelarres y que eran una especie de performances con las cuales buscaban dar visibilidad a la condición de la mujer en la sociedad contemporánea. Sus acciones han sido vistas como antecesoras de las actividades desarrolladas últimamente por las Femen, las Pussy Riot o Sangre Fucsia, un grupo surgido en Madrid en el 2013 que alienta el activismo y el desarrollo del cómic, la literatura y el pensamiento feminista a través de programas radiales y acciones de crowdfunding en Internet.

En diversos países de América Latina, como México, Argentina o Colombia, han aparecido, además, diversas publicaciones con el título de “Brujas”, dedicadas a difundir no solo la historia y la literatura, sino también temas como la sexualidad, los enfoques de género y las luchas por la igualdad de derechos y oportunidades.

“La bruja encarna aquello no controlado por el patriarcado, una mujer libre que intentó vulnerar la realidad por medio de acciones no contempladas por la ortodoxia y, por supuesto, por una sociedad dominada por hombres. Reivindicarla no solo significa visibilizar la fuerza femenina, sino también siglos de opresión que hay que eliminar”, dice Natalia Urra Jaque.

Una figura que representa una historia de resistencia, como asegura la escritora y feminista italiana Silvia Federici, autora del libro Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Para ella la bruja fue un personaje construido en la modernidad para tratar de domesticar a las mujeres, pero que con los siglos terminó convirtiéndose en símbolo de su liberación.

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