“El último día del César”,  La Mascarada, agosto de 1874. Pardo aparece en primera fila como Julio César, seguido de su gabinete. Como gallinazos figuran dos de sus opositores, José Balta y Tomás Gutiérrez. A la derecha, se ve a Piérola azuzando al supuesto asesino, entre otros personajes. 
[La Mascarada]
“El último día del César”, La Mascarada, agosto de 1874. Pardo aparece en primera fila como Julio César, seguido de su gabinete. Como gallinazos figuran dos de sus opositores, José Balta y Tomás Gutiérrez. A la derecha, se ve a Piérola azuzando al supuesto asesino, entre otros personajes. [La Mascarada]
Jorge Paredes Laos

Por Jorge Paredes Laos

“El siglo XIX, amigos, se parece bastante más a nuestro tiempo que el siglo XX”. Esta provocadora frase la escribe Alberto Vergara en el prólogo de La utopía republicana, uno de los estudios clásicos de Carmen Mc Evoy. En él la historiadora reconstruye ese convulsionado periodo de nuestro pasado —las décadas posteriores a la Independencia—, cuando la política nacional y la guerra se fusionaron en una misma actividad, que involucraba a caudillos, militares, políticos, hacendados, campesinos y ciudadanos de la incipiente república.

Mc Evoy relata cómo, en ese país ingobernable, hubo un intento —desde algunas élites beneficiadas por el guano, pero también desde las capas medias— de institucionalizar un partido político moderno que encarnara los ideales del republicanismo, basados en la educación, el bien común, la justicia y la libertad.

Lo interesante del libro es que, en esa descripción puntual del primer civilismo encarnado por Manuel Pardo —a inicios de la década de 1870—, hay como una segunda lectura que alude a nuestro tiempo. Como si en esas pugnas entre los grupos clientelistas y autoritarios y los que querían abrazar vías mucho más democráticas y cívicas, se estarían marcando los derroteros que seguiría la política peruana. (No es casual que la historiadora empezara la redacción de La utopía republicana en 1997, en un tiempo signado por el autogolpe de Alberto Fujimori).

Y ahí cobra fuerza lo escrito por Vergara en el prólogo: “El siglo XX, con sus proyectos nacionales y distinguibles, con sus partidos políticos —aun si débiles—, con los grandes ideólogos redentores de la nación acompañados de sus feligresías partidarias, poco tiene que ver con nuestro siglo XXI de tránsfugas, colleras políticas, presidentes apocados y de ciudadanía aturdida ante la política de la nada. En cambio, en la lectura del XIX que nos brinda este libro, encontramos ecos de lo que somos hoy. De un lado, parte del país ilusionado con un proyecto republicano que consigue fugaz representación en el Partido Civil y Manuel Pardo. De otro, fuerzas sociales y económicas acostumbradas a vivir de —y convivir con— un sistema patrimonialista que conocen, dominan y explotan. En medio, líderes siempre dispuestos al acomodo, la traición y, obviamente, fundar un partido personalista”.

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El triunfo de Manuel Pardo y el Partido Civil en las elecciones de 1872 inauguró un periodo de gran esperanza. Fue el primer presidente electo que no era militar y llegaba al gobierno después de desplegar un programa político y una red partidaria en la mayoría de ciudades del país. Ante la idea de que el civilismo fue solo un partido aristocrático, Mc Evoy afirma que se trató más bien de una alianza urbano-rural entre “los sectores más productivos del país”, es decir, ganaderos, laneros, hacendados, además de abogados, profesores, burócratas, artesanos y prefectos de distintas ciudades. Estos grupos comprometidos con una “causa civil” se enfrentaron a poderes fácticos —militares y caudillos— que no dudaron en montar conspiraciones o expandir infundios sobre el nuevo presidente. El más famoso de todos decía que Pardo se estaba quedando ciego.

“Durante los cuatro años del gobierno del Partido Civil se registraron 16 movimientos subversivos y motines, diez montoneras, siete conspiraciones, tres asonadas y un par de intentos de asesinato del presidente”, cuenta Mc Evoy. Tal vez la más recordada de todas estas acciones fue la protagonizada por Nicolás de Piérola en el famoso barco El Talismán, quien puso en jaque al gobierno al tomar la ciudad de Arequipa y proclamarse jefe supremo de la República. El enfrentamiento entre gobiernistas y rebeldes —en diciembre de 1874— terminó con el triunfo de los primeros, a quienes Pardo llamó “los buenos” de “todos los partidos” que “se unieron con el fin de combatir el desorden y buscar el progreso del país”.

Según Mc Evoy, la resistencia al civilismo y su intento por instaurar en el Perú los ideales republicanos se produjo, sobre todo, porque Pardo se había negado a pactar con el “bando perdedor” en las elecciones, vale decir, con los partidarios de Castilla, Balta, Piérola y Echenique, a través de acomodos y beneficios, algo usual en la crispada política de entonces. Una imagen que resume este encono fue la divulgada en agosto de 1874 por la revista La Mascarada. Ahí se veía al presidente Pardo disfrazado de romano, en las puertas del Congreso, donde era esperado por sus asesinos. Cuatro años después esta postal se hizo realidad. Luego de concluir su mandato, Pardo fue elegido senador. Y la tarde del 16 de setiembre de 1878, cuando ingresaba a cumplir sus funciones, un sargento de 18 años le disparó a quemarropa. Cinco meses después, Chile le declaró la guerra al Perú y ya nada volvería a ser igual.

El libro de Mc Evoy se extiende hasta la Patria Nueva de Leguía, en la segunda década del siglo XX, y su lectura resulta clave para entender el modus operandi de cierta clase política peruana que fatalmente parece condenada a repetirse.

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