Alfredo Bryce Echenique. (Foto: El Comercio)
Alfredo Bryce Echenique. (Foto: El Comercio)
Alfredo Bryce Echenique

En mi departamento tengo dos closets, uno grandazo y el otro normal. El grande es lo que en inglés se llama walking-closet, y en él he llegado a tener una bicicleta y un remo, estáticos ambos. Se me preguntará sin duda qué tiene que ver esta hermosa dama con mi departamento y conmigo.


Empezaré contando que ya la había visto años atrás y que apenas si me había fijado en ella. Era una mujer muy bonita y punto. Pero otra cosa era, ahora, en que había sido ella la que, a través de una amiga, me preguntó si podía concederle una entrevista. O sea, pues, que la bella señora, que para más inri se llamaba María Teresa, era una periodista que solía entrevistar a escritores para luego publicarlos en una revista cuya existencia yo ignoraba por completo. Pero no me quise negar porque era una buena amiga la que me pedía el favor y acepté la entrevista, con fecha y hora. Además, siempre puede ser agradable recibir a una mujer hermosa en casa.

María Teresa llegó muy puntual y resultó que era todavía mucho más bonita de lo que yo recordaba. Le ofrecí un café, pero resultó que no tomaba café y lo mismo sucedió con la Inca Kola y la Coca-Cola que también le ofrecí. E iba a ofrecerle sabe Dios qué más cuando me di cuenta de que la hermosa dama ya estaba grabadora en mano y lista para empezar a preguntar. Y así transcurrió una hora y pico en que la bella señora se iba poniendo cada vez más bella.

Francamente yo entonces empecé a desear que aquella entrevista no se acabara jamás de los jamases. Al final era yo quien empezaba a preguntarle tontería tras tontería en un loco afán de prolongar esa entrañable palabrería y convertirla en una conversación interminable. Pero la hora de la partida había llegado y no me quedaba más remedio que ponerle punto final a todo este juego entre el entrevistado y su bella entrevistadora. O sea, pues, que tuve que aceptar que la hora de la verdad había llegado y que María Teresa debía marcharse y dejarme ahí tirado sin una Coca-Cola ni una Inca Kola en el desierto de mi vida. En fin, algo siquiera para empezar la travesía del desierto. María Teresa se incorporó y yo me incorporé tras ella como un perro fiel.

Pero unas semanas después recibí el mensaje de una amiga que me invitaba a una fiesta que daba por su santo y luego, cual verdadera gitana adivina, agregaba que María Teresa había quedado encantada con su entrevista y que iba a estar presente en su fiesta.

Y aquí viene un desenlace que yo jamás hubiera podido imaginar. ¿Creerán ustedes si les digo que fue en un solo instante que imaginé todo lo que viene a continuación? Y lo que viene a continuación se refiere precisamente a los dos closets que mencioné al empezar con estas páginas de mi vida real. De pronto me descubrí a mí mismo haciendo espacio para guardar toda la ropa que María Teresa iba a traer a mi departamento, de los pies a la cabeza, y como temí que el espacio no iba a ser suficiente empecé a abrir todo lo que había por abrir en el famoso walking-closet. Iba de cajón en cajón, de gancho en gancho, de puerta en puerta, y me preguntaba una y otra vez y con más angustia qué iba a hacer yo, mísero de mí, con la bicicleta y el remo, estáticos ambos, como recordarán. Bueno, siempre era posible bajar ambos trastos y guardarlos en el depósito del edificio en el que vivo. Pero ¿y la ropa de María Teresa? En fin, esta dama parecía ser elegante, muy elegante, tan elegante como el día aquel en que vino a entrevistarme en mi departamento y rechazó la Inca Kola, la Coca-Cola y hasta un café. Yo entonces recordé que ambas bebidas seguían como olvidadas ahí en la refrigeradora y esto realmente me partió el alma. Tenía que dejarme de tantas colas y resolver el problema de la ropa de María Teresa. Abría cajones y puertas y, lo que es mucho peor, no me quedaba más remedio que empezar con una verdadera mudanza para resolver el problema. Horas después, el walking-closet y el otro, mucho más pequeño, se habían convertido en un desastre total. Mi ropa, que ya casi no cabía en ninguna parte, empecé a guardarla a como diera lugar, por aquí y por allá y así hasta que al final ya no cabía nada más en ninguno de los dos closets. No tuve más remedio que irme a la cocina y servirme un vodka tras otro para relajarme y a los que añadí, ya bien entrada la noche, un buen somnífero que acabara con aquella verdadera tortura, al menos por unas horas.

Al día siguiente, fue mi hacendosa empleada, Elena López Rupay, la que puso orden a tanta calamidad y trasladó la mayor parte de mis cosas del closet grande al chico, con lo cual mi ropa, mis zapatos y todo el resto terminó todo apretujado y arrugado tras aquella loca mudanza.

Y aquí, como suele decirse, había llegado la hora de la verdad, para emplear palabras muy taurinas. Con mi terno, mi camisa y hasta mi corbata, muy bien planchados por la hacendosa Elena López Rupay hice mi llegada a la fiesta de mi amiga, dispuesto a todo con María Teresa. Debo confesar que iba impecablemente vestido, muy muy bien vestido para un fracaso. Y este comenzó con varios vodkas ya bebidos en mi departamento, y que estaban dispuestos a darme el apoyo que me sería indispensable para concretar la hazaña de enamorar a María Teresa, caiga quien caiga. Pues María Teresa estaba preciosa ahí, sentada en un sillón al lado del cual me instalé yo y le exigí un vodka al primer mozo que encontré. Pues ese mismo mozo pasó varias veces y yo hasta le di una propina para que me sirviera más vodka y nada más que vodka.

El resultado de este cambalache fue que yo empecé a exigirle una atención cada vez mayor a María Teresa, casi con derechos adquiridos, al mismo tiempo en que me fui poniendo más y más exigente y hasta subí el tono de voz autoritariamente. Y en esas andaba cuando miré y me di cuenta de que ya no había nadie a mi lado y que mi futuro me condenaba literalmente a cien años de soledad.

Ni recordaré nunca en qué estado me encontraba yo al llegar a mi departamento y caer pesadamente sobre mi cama. Lo cierto es que me encontraba más muerto que vivo cuando la hacendosa Elena López Rupay me despertó con una vasija llena de hielos que aplicó sin más sobre mi cabeza y mi cara. Me preguntó luego en qué líos había estado yo metido y que ya le contaría todo después de un buen duchazo con agua bien fría y un desayuno bien taipá. Salí de la ducha como quien se desangra y como quien comprende que no le queda más remedio que enfrentarse a una empleada gorda y hacendosa que no tardaba en arrancarse con el sermón de la montaña. Y así me encontraba, entre jugo de naranja, huevos revueltos, tocino y un buen tranquilizante, por lo de los muñecos, cuando Elena, la gorda y hacendosa Elena, me hizo saber o sentir que algo de lo que yo hacía andaba mal, pero qué importaba ya lo que sintiera yo, ya que había que poner manos a la obra. Total, que me levanté cuando empezó el interrogatorio al que me sometió Elena y empecé a responder lo más evasivamente posible a tanta pregunta mientras ella continuaba y llegaba al tan temido asunto de los closets, de mi ropa todita arrugada, en fin, el desmadre que había cometido el patrón y sin duda por una mujer y malvada todavía. Quise intervenir, pero era inútil, ya Elena se sabía enterada de todo y me recordó, «oiga usted señor, que ya a su alta edad debería saber que hay ciertas cosas que no se pueden ni deben hacer».

—Elena, ¿qué es eso de mi alta edad...?

—La respuesta, señor Alfredo, es que está usted tan viejo que ya ni se acuerda que dentro de una semana cumple los ochenta años…

Contenido sugerido

Contenido GEC