(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Walter Albán

Si nos preguntamos qué tienen en común México y el Perú, encontraremos que en ambos países se registran altísimos niveles de penetración de la corrupción en la política, así como que ambos cuentan con una prerrogativa de que funciona bajo uno de los diseños más amplios y rígidos de la región. Casi podríamos afirmar, sin riesgo a equivocarnos, que la ecuación que se verifica es: “a más corrupción, más inmunidad”.

En el caso del Perú, cabe recordar que a la concepción, de por sí amplia, que contempla nuestra Constitución para la figura de la inmunidad se añade la cuestionable interpretación que hizo de ella hace algunos años el Tribunal Constitucional, ampliando aun más sus alcances. A esto habría que sumar el reglamento del , que ha terminado reforzando a niveles extremos la protección especial que asiste a los congresistas de la República respecto de la persecución penal por delitos comunes, que incluye aquellos cometidos antes de ser elegidos.

La cuestión se complica aun más cuando advertimos que, por lo menos en las últimas dos décadas, los propios congresistas se han encargado de extender hasta límites escandalosos esa amplia protección, desnaturalizándola por completo, al negarse a levantarla en los casos en los que claramente no correspondía aplicarla por tratarse de situaciones ajenas al marco constitucional. De esa manera, lo que en teoría constituía un opinable mecanismo de protección institucional al Poder Legislativo ha derivado en un pernicioso privilegio personal que asume características de impunidad.

No son pocos los parlamentarios que, en este Congreso y en los anteriores, han sido elegidos cuando se hallaban bajo investigación o procesados por distintos delitos, de modo que, en la mayoría de los casos, han terminado por beneficiarse indebidamente de esta inmunidad distorsionada. Este tipo de experiencias, como la que ocurrió en Colombia con el conocido narcotraficante Pablo Escobar, explican en buena cuenta por qué en algunos países la inmunidad ha terminado por abolirse. Así, de mantenerse sin alteraciones este pernicioso incentivo, no cabe duda de que subsistirá un poderoso estímulo para las candidaturas indeseadas y para la contaminación de nuestras instituciones.

Tampoco es casual que cuando buscamos datos precisos, en fuentes oficiales, sobre los casos en los que se han tramitado solicitudes de levantamiento de inmunidad desde la Corte Suprema al Congreso, la información sea prácticamente inaccesible. En efecto, no existen registros claros y actualizados al respecto, ni parece haber interés en generarlos. No obstante ello, diversos trabajos emprendidos por algunos pocos investigadores en esta materia dan cuenta de que solo entre el 2001 y el 2019 (es decir, en casi cuatro períodos parlamentarios) han sido formuladas, desde la Corte Suprema al Congreso, más de 100 solicitudes de levantamiento de inmunidad. De estas, alrededor de 10 fueron atendidas favorablemente.

Que aproximadamente el 10% del total de pedidos haya recibido una respuesta positiva, permitiendo que los congresistas involucrados en materias delictivas fueran finalmente sometidos al sistema jurisdiccional, demuestra claramente que este mecanismo de protección no ha venido funcionando con apego a la Constitución. Lo más preocupante, sin embargo, es comprobar, a través del examen de los casos individuales, que la tendencia (nada sorprendente, por cierto) en el Legislativo ha sido la de “negociar” el trámite y el resultado de estas solicitudes en función del interés de los diferentes grupos políticos representados en el hemiciclo.

La reciente iniciativa del Ejecutivo –como parte de su propuesta de reforma política– para mantener la inmunidad, pero transfiriendo la decisión final de levantarla a la Corte Suprema (en vez de dejarla en el pleno del Congreso), ha provocado –acaso como anuncio de lo que vendrá con el resto de propuestas– su archivamiento en el Congreso sin mayor debate. Quizá es tiempo de que los peruanos reaccionemos también ante tanta ceguera, enviando definitivamente al archivo la inmunidad parlamentaria.