"Nuestra participación en la esfera pública no solo es el principal reflejo que nuestra sociedad tiene de Dios, sino también muestra quién realmente pensamos que es Jesús y cómo esperaríamos que establezca su Reino". (Ilustración: Giovanni Tazza)
"Nuestra participación en la esfera pública no solo es el principal reflejo que nuestra sociedad tiene de Dios, sino también muestra quién realmente pensamos que es Jesús y cómo esperaríamos que establezca su Reino". (Ilustración: Giovanni Tazza)

Recientemente, un amigo que sabe que soy creyente me preguntó si podía ayudarle a encontrar una iglesia cerca de su casa. Al preguntarle cómo se había convertido de la noche a la mañana, me respondió: “He decidido que quiero ser congresista”.

La sinceridad de mi amigo es extremadamente inusual, pero su estrategia política no tanto. Quizás ver al pueblo católico recorriendo iglesias en las calles en Semana Santa mientras la comunidad evangélica realiza puestas teatrales en sus templos lo ha convencido de que el Perú es una “nación cristiana”.

Según la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima (junio 2015), el 93,7% de los peruanos profesa la “religión católica y cristiana”. Asimismo, Latinobarómetro (2017) señala que el 74% se autoidentifica como católico y 12% como evangélico. Si entendemos por “nación cristiana” a aquella en que la mayoría de ciudadanos se autodeclara “cristiana”, entonces el Perú lo es en términos estadísticos. Sin embargo, ¿la sola existencia de una mayoría cristiana hace de nuestro país un “Perú cristiano”?

Existen numerosos versículos bíblicos que establecen la misericordia, humildad, búsqueda de justicia y construcción de paz como los valores del Reino de Dios. Sin embargo, pudiendo construir a partir de ello un testimonio público basado en el amor al pobre, el migrante y las minorías, hemos optado por un “cristianismo cultural”: un conjunto de rasgos culturales comunes entre la mayoría de personas que profesan la fe cristiana. Algunos de esos rasgos provienen de valores con sustento bíblico, pero muchos otros solo son conceptos ideológicos comunes entre quienes se autodefinen como cristianos.

Los principales promotores del cristianismo cultural rara vez sustentan su actuar en fundamentos teológicos (descartando la teología de liberación del padre Gustavo Gutiérrez y la teología de misión integral del pastor Pedro Arana, por ejemplo), pero admiran la mal llamada lucha “provida” y “profamilia” contra la presunta “ideología de género”. Han cambiado las Bienaventuranzas del Sermón del Monte por las de ConMisHijosNoTeMetas:

“Bienaventurados los orgullosos de ser conservadores, porque de ellos es el reino de los cielos; bienaventurados los que maldigan el enfoque de género, porque ellos heredarán la tierra”. Denuncian a una “élite minoritaria” por promover cambios culturales que, a sus ojos, atentan contra los “valores de la mayoría cristiana”, cayendo en lo que el historiador George Marsden llama “la tendencia de los cristianos a olvidar que su propio entendimiento del cristianismo es un producto cultural”. Es difícil sostener que el cristianismo está bajo ataque de la academia, prensa y diversas ONG que “buscan desaparecer a Dios de la esfera pública”. Ellos no han cuestionado la deidad de Cristo, la trinidad de Dios o la inerrancia de la Palabra, sino la visión dominionista de ciertos líderes espirituales y actores políticos que desean instaurar una “nación cristiana” bajo una interpretación literal de ciertos pasajes bíblicos.

Nosotros también deberíamos cuestionar un “cristianismo cultural” que utiliza nuestra fe solo para movilizar votantes detrás de agendas políticas, empezando por construir un testimonio público más proposicional y menos oposicional. Nuestra participación en la esfera pública no solo es el principal reflejo que nuestra sociedad tiene de Dios, sino también muestra quién realmente pensamos que es Jesús y cómo esperaríamos que establezca su Reino.

Ante una visión legalista de la Ley impuesta opresivamente por el poder religioso de su tiempo, Jesús presentó una propuesta divina de salvación espiritual y redención social (Lucas 4:16-21) a través del amor a Dios y al prójimo (Gálatas 5:14). Ese cristianismo que cuestiona al statu quo económico, político y social desde los valores de amor, justicia y autosacrificio de la Cruz siempre ha sido minoritario. Lo fue en los tiempos de Jesús, Martín Luther King, monseñor Óscar Romero, y lo sigue siendo ahora. El “cristianismo cultural” nos ha dado la ilusión de que el Perú es una “nación cristiana”, pero ya es hora de un despertar espiritual.