(Foto: Andina)
(Foto: Andina)

En las últimas dos cumbres no se logró siquiera acordar una resolución. Pero incluso cuando los líderes políticos logran ponerse de acuerdo en torno a un documento, estos tienen poco efecto práctico y no pasan de ser letra muerta.

Considere, por ejemplo, la Carta Democrática de la OEA firmada en Lima en el 2001. Ese documento tenía por finalidad proteger los principios de la democracia representativa y debió haber servido para detener el cáncer político que se esparciría desde Cuba con mayor o menor efectividad hacia Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, minando precisamente la democracia representativa en esos países.

Estas cumbres sirven también para que los líderes políticos señalicen sus posturas acerca de temas que conciernen a toda la región y muestren ciertas incoherencias. Como bien señaló esta semana Mary Anastasia O’Grady de “The Wall Street Journal”: sin duda, es bueno que un grupo mayoritario de los países que asistirán a la cumbre –el Grupo de Lima– haya rechazado la presencia del dictador de Venezuela, pero bajo la misma lógica, deberían rechazar también la presencia del dictador cubano Raúl Castro.

Es comprensible que el tema principal de la reunión de esta semana sea la corrupción y sus implicancias para la democracia. Ello pues la cumbre se realiza luego de años en que los escándalos de corrupción derivados de los Panamá Papers y del Caso Lava Jato sacuden a la región y justo días después de que el ex mandatario brasileño Lula da Silva ingresara a la cárcel en Curitiba.

Sobre esto último, los sospechosos usuales no han tardado en manifestarse a favor de Lula, rebelándose en contra de las instituciones de la justicia brasileña, que están dando lecciones de combate contra la corrupción al resto del mundo. Lula es uno dentro de más de un centenar de políticos de distintos partidos y de todo nivel de gobierno que han sido procesados en Brasil dentro del Caso Lava Jato por instituciones que están dando vigorosas señales de autonomía y eficiencia. Varios de los jueces que lo condenaron fueron nominados para la Corte Suprema por Lula.

Aun así, diversos líderes de la izquierda, desde los más respetables hasta los más impresentables, han reaccionado sugiriendo que la democracia peligra en Brasil o que se está dando un “golpe blando”. Por ejemplo, Nicolás Maduro dijo que Lula era un “preso político” que había sido sometido a un “juicio amañado”. El español Pablo Iglesias, de Podemos, dijo estar preocupado por “la deriva autoritaria de Brasil”, aunque no parece haberse enterado de lo que pasa en Venezuela. Por su parte el ex presidente chileno Ricardo Lagos dijo que esto era “una mala noticia para la democracia de Brasil y América Latina”, mientras que el ex mandatario ecuatoriano Rafael Correa dijo que esto se trataba de una “guerra jurídica”. El jefe de Estado boliviano, Evo Morales, esgrimió el viejo pero peregrino argumento de que si es de izquierda no puede ser corrupto.

En cambio, la cubana Yoani Sánchez recordó las declaraciones de Lula cuando visitó Cuba en el 2010 y comparó a los disidentes de ese país con los delincuentes comunes. Sánchez pregunta ahora: “¿Quién es el delincuente?”.

Como lo explica el abogado brasileño Geanluca Lorenzon en un estudio recientemente publicado por el Instituto Cato, la sorpresa de que en Brasil la impunidad de los más poderosos ya no esté garantizada es el resultado de reformas que se han realizado en el país desde 1988. Estas reformas han mejorado los incentivos para los jueces, los fiscales y los policías, así como también para que los delincuentes procesados aporten información que pueda ayudar a condenar a otros involucrados.

La lección de esto es que el gran cambio vino de reformas internas, emprendidas por distintos partidos y a través de distintos gobiernos. En otras palabras, no esperemos mucho de los cocteles que se están dando esta semana en Lima, pues el verdadero trabajo se hace en casa.