(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carlos Mesía

Cuando la Corte Interamericana de Derechos Humanos conoció el llamado , nunca lo calificó como un “crimen contra la humanidad”. Solo concluyó que se había producido un “uso desproporcionado de la fuerza” y exigió al Estado Peruano que abriera una investigación para identificar y sancionar a los responsables.

El proceso de hábeas corpus que conoció el en el 2013 tenía que decidir si los supuestos delitos cometidos en junio de 1987 habían prescrito o no. Era obvio que el caso solo podía seguir su curso si lo sucedido en el penal constituía un delito de “lesa humanidad”.

Los cuatro magistrados que hicimos sentencia concluimos que los sucesos de El Frontón no se subsumían desde un punto de vista técnico en el tipo penal “crimen contra la humanidad”. Pero el magistrado Vergara se negaba a declararlo así por respeto a los fueros del Poder Judicial. Tampoco estuvo de acuerdo con que se acatara el mandato de la Corte Interamericana, que pedía juicio y castigo a los responsables.

Éramos tres magistrados los que concluimos que lo dispuesto por la Corte Interamericana no podía soslayarse. Por consiguiente, creíamos que el proceso penal tenía que continuar hasta arribar a una sentencia firme, definitiva, con la calidad de la cosa juzgada.

Por otro lado, tres otros magistrados creían que el caso sí era de lesa humanidad. Vergara tuvo que tomar una decisión: o el caso seguía entrampado, o votaba considerando que era un delito de lesa humanidad (figura que él no creía que se aplicaba al caso El Frontón), o votaba con nosotros tres y aducía que no era un caso de lesa humanidad. Aceptó votar con nosotros tres, para así lograr una sentencia. Sin embargo, quiso dejar claras sus opiniones en un fundamento individual.

Para los no entendidos, el fundamento de voto significa: “estoy votando con la mayoría, a pesar de que tengo algunas discrepancias por los siguientes motivos”. En otras palabras, pese a su voto él creía lo siguiente: “El caso ha prescrito. Que se cierren todos los procesos. Pero no es competencia del Tribunal Constitucional sino del Poder Judicial tipificar los delitos”.

La sentencia de entonces puede ser discutible, cómo no, pero tiene sus virtudes (modestia aparte): no consagra la impunidad al amparo de la prescripción; cumple los compromisos del Perú con el Pacto de San José, y garantiza el derecho de todos a saber la verdad. Por otra parte –y no por eso menos importante–, cierra para siempre un hecho que ha sido por años objeto de manipulación política.

Es decir, todos los magistrados concluimos en que no era un crimen contra la humanidad. No se entiende cómo, tres años después, cuatro magistrados convirtieron el punto de vista de Vergara en todo lo contrario, a pesar de que su posición era la más radical de los cuatro que hicimos sentencia. Eso solo es posible mediante una clara violación de la cosa juzgada.

Y, más grave aún, esta irregularidad se produjo gracias a un acto procesal apócrifo: el procurador público especializado supranacional y las organizaciones de derechos humanos, sin ser parte en el proceso, pidieron al Tribunal Constitucional que aclarara el voto de Vergara. La imparcialidad de un alto tribunal exigía rechazar el pedido de plano. Pero sirvió para traicionar la voluntad de un magistrado que ahora no puede decir su verdad.