(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Anne O. Krueger

se ha lanzado a deshacer el progreso alcanzado en la reducción de barreras proteccionistas, echando a correr un proteccionismo contagioso, que probablemente se extenderá mucho más allá de las industrias que el presidente quiere aislar de la competencia extranjera.

Tómese por caso la importación de acero, a la que el gobierno de Trump impuso en marzo un arancel del 25%. Como fundamento para la medida se adujo la “seguridad nacional”, pese a que la industria militar estadounidense equivale a apenas el 3% del consumo de acero del país. Si a Trump realmente le preocupa la seguridad nacional, ¿por qué Estados Unidos no mantiene mineral sin explotar como reserva estratégica para futuras hostilidades? En cualquier caso, los aranceles también alcanzan a aliados de Estados Unidos como Canadá, lo que desmiente el argumento de la seguridad nacional, de una vez y para siempre. En el caso de rivales como China, las importaciones de acero ya estaban sujetas a aranceles de hasta el 70%, y solo se correspondían con un 2% del consumo estadounidense de acero.

Ahora Estados Unidos grava la importación de 59 tipos diferentes de acero. Si una empresa estadounidense no puede obtener un proveedor local, debe pagar el arancel o solicitar una exención (“exclusión”). Si opta por lo segundo, debe declarar la cantidad y la fortaleza del acero que necesita, su composición química, las dimensiones del producto (por ejemplo, tubos o láminas), etc.; y tiene que presentar una solicitud por separado para cada tipo de acero, incluso si la única diferencia son las dimensiones. Además, hay que demostrar que no se pudo obtener localmente.

Una vez recibida la solicitud, se publica por 30 días, para dar a productores locales la posibilidad de cuestionarla. Si no aparece ningún proveedor alternativo, se supone que el solicitante recibirá una exención, válida por un año, en un plazo de siete días desde el final del período de oposición. Pero en realidad, las exenciones se están otorgando con grandes demoras.

El Departamento de Comercio de Estados Unidos contrató a 30 empleados nuevos para que revisaran las solicitudes como parte del proceso de oposición y exenciones. Pero al 1 de noviembre, se habían presentado 31.527 solicitudes y 14.492 oposiciones de productores de acero. Según QuantGov, la Oficina de Industria y Seguridad de Estados Unidos aprobó 11.259 solicitudes, rechazó 4.367, y todavía tiene que procesar más del 50% de las que recibió. Al 2 de noviembre, el precio del acero laminado en caliente en Estados Unidos registraba un alza interanual del 33,4%.

Allá por el 2002, cuando la industria estadounidense del acero convenció al presidente George W. Bush para que subiera los aranceles a las importaciones del 8% al 30%, el sector empleaba a unos 187.000 trabajadores. Se calcula que los nuevos gravámenes llevaron a la creación de unos 6.000 puestos de trabajo en el sector, pero se perdieron unos 200.000 empleos en las empresas estadounidenses consumidoras de acero. El gobierno de Bush terminó anulando todos los aranceles 18 meses después de haberlos introducido.

Hoy en Estados Unidos hay unos 80.000 trabajadores del acero, y las empresas consumidoras emplean a varios millones más. Según un estudio publicado en marzo, los aranceles de Trump al acero y al aluminio pueden crear 33.400 puestos, pero destruirán 180.000 puestos en el resto de la economía.

Todo esto era predecible. Los aranceles al acero ya están poniendo a las empresas consumidoras (por ejemplo fabricantes de autos, máquinas herramientas y equipamiento agrícola) en seria desventaja respecto de sus competidoras extranjeras. Y mientras esas empresas pierden cuota de mercado, la industria estadounidense del acero también perderá competitividad, al estar protegida de la competencia extranjera.

Como demuestra la enorme cantidad de solicitudes de exención, administrar una política proteccionista es extremadamente complejo, incluso si se trata de una sola industria. Y ahora, el lío proteccionista de Trump se está poniendo peor. Corea del Sur aceptó adoptar “restricciones voluntarias a las exportaciones” a cambio de una exención respecto de los aranceles estadounidenses al acero, y ha encargado a su asociación local de productores la distribución de cuotas de exportación entre sus miembros. Pero las autoridades aduaneras estadounidenses todavía tendrán que incurrir en el costo de controlar todas las importaciones de acero.

Para colmo, el gobierno estadounidense analiza la introducción de otros aranceles. En un mitin de agosto, Trump volvió a amenazar con imponer un gravamen del 25% a los automóviles, en particular los importados desde la Unión Europea. El Instituto Peterson para la Economía Internacional calcula que si cumple las amenazas, el costo de un auto nuevo en Estados Unidos aumentará entre 1.400 y 7.000 dólares, tanto si es de fabricación nacional o extranjera. Además, Benn Steil y Benjamin Della Rocca, del Consejo de Relaciones Exteriores, hallaron que los aumentos de costo derivados de los aranceles al acero ya han puesto en riesgo hasta 40.000 empleos en la industria automotriz estadounidense.

En síntesis, los aranceles de Trump al acero ni reducirán el déficit de cuenta corriente de Estados Unidos ni generarán creación neta de empleos. Los aranceles a las importaciones no tendrán ningún efecto sobre esos indicadores, pero sin duda aumentarán los costos para los consumidores y productores estadounidenses.

–Glosado y editado–
Traducido por Esteban Flamini