(Foto:Dante Piaggio/Archivo El Comercio)
(Foto:Dante Piaggio/Archivo El Comercio)
Wilson Hernández Breña

La idea vino desde Colombia. Hace unos días, el ministro Carlos Basombrío causó polémica. Anunció que presentaría un proyecto de ley para prohibir que un motociclista hombre lleve a otro hombre como pasajero. De implementarse, nos uniríamos a países, como Honduras y Argentina, que también han puesto en práctica ideas similares.

Cali fue la primera ciudad en Colombia en aplicar esta prohibición. Desde su creación en 1990, esta medida ha resurgido en distintas ciudades de ese país, especialmente luego de olas de homicidios y de asesinatos emblemáticos. Con amantes y detractores, las cifras señalarían que la prohibición funcionó no solo en Cali, sino también en otras ciudades: los homicidios y los robos disminuyeron. Quizá este logro no se deba a la prohibición en sí misma, sino al mayor número de policías en las calles que vigilaban su cumplimiento y al resto de políticas implementadas al mismo tiempo.

En todo caso, el éxito de la prohibición de que circulen dos hombres en moto sería su focalización: se aplica solo en algunas zonas de ciertas ciudades y en horarios precisos. Esta sería la idea del ministro Basombrío. Señaló que se aplicaría en ciertas ciudades y bajo ciertas condiciones.

Por más atractiva que sea la experiencia colombiana, no es cuestión de copiar el modelo. Importa el contexto. En Colombia, la violencia homicida y los robos son un rasgo extendido y el uso de motos es su modus operandi habitual.

Desde que Griselda Blanco, mentora de Pablo Escobar, instruyó a sus sicarios a emplear motos para evitar ser atrapados por la policía en el tráfico –algo que ya había sucedido–, la moto ha sido el medio predilecto de los sicarios colombianos. Pero hoy también es un medio común (aunque no masivo) de quienes roban vehículos o roban al paso. El 20% de hurtos se hace con una motocicleta y uno de cada dos robos de motos es perpetrado por alguien también en moto.

En nuestro país, el contexto es distinto. Hay menos sicarios, homicidios y motos. Tenemos olas de homicidios, pero en Colombia tienen tsunamis. Las tasas de homicidios más altas en el Perú están en Tumbes y Barranca (aproximadamente, 35 y 40 por cada 100.000 habitantes) y de nivel endémico según la OMS. Pero, al mismo tiempo, son tasas menores que las que azotaron las ciudades colombianas en las épocas en que ver a dos hombres en moto se prohibió.

El tsunami colombiano no solo es de homicidios, sino también de motos. Existen casi 7 millones de motos registradas, según el Registro Único Nacional de Tránsito. Solo en Bogotá, hay más motos que en todo el Perú (206.000 versus 170.000). A diferencia de lo que sucede acá, en Colombia la moto forma parte de la cultura: entre delincuentes, montar una genera respeto y, entre no delincuentes, cruzarse con una causa miedo.

La lógica de la prohibición de marras es que cometer un delito sea más difícil. ¿Pero cuánta dificultad real introduce? En el corto plazo, puede funcionar pero con resultados muy modestos y poco sostenibles. Además, los delincuentes se adaptan a las nuevas condiciones. De ser necesario, se moverán en más de una moto, tal como sucedió en Colombia. Es más productivo invertir en inteligencia policial, recabar las pruebas necesarias, desarticular bandas y capturar a sus integrantes.

No menos importante, prohibir dos hombres en moto hará que justos paguen por pecadores. Empujará a más personas a un sistema de transporte público en crisis, estigmatizará a los motociclistas y abrirá la puerta a propuestas que sigan tapando el sol con un dedo (o, mejor dicho, con una moto).