(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Julio Hevia

En un mundo donde la legalidad institucional, los procesos burocráticos y el grueso de las responsabilidades ciudadanas se suspenden y reacomodan según determinadas influencias, es poco probable que la gente se apegue a la ley. En ese contexto todo el mundo aprende que las palancas, las argollas y los serruchos devienen en instrumentos indispensables para procurar accesos sociales y posibilidades laborales. Se trata de cultivar contactos por doquier, contar con amistades reales o imaginarias y reconocer distintos modos de “ganarse alguito”. Como cualquier orden de cosas, este destila sus propios síntomas y revela sus propias marcas, haciendo visibles distintos ángulos de un panorama fracturado por las mil pequeñas tensiones suscitadas en el día a día.

Vayamos al escenario vehicular: ¿acaso se trata de conectar la adrenalínica familiaridad que nos despierta con el ritmo exasperadamente jurásico que impone? Cartier Bresson, maestro de la fotografía, sostenía que lo fundamental era detectar el instante preciso; instante que al desaparecer, desaparecía para siempre. Quizá el tráfico limeño, donde todo se repite y detiene, resulte opuesto a tal principio. Quizá lo confirme dando cabida al carretillero motorizado y a vehículos cuya apariencia triplica la veteranía del piloto. Más amable y solidario Liniers, humorista argentino, señaló que lo que ocurría a nivel vehicular en el Perú era digno de admiración, dado el poder adivinatorio diestramente ejercido por todo conductor peruano, siempre leyendo y anticipando la intención del resto.

Las reglas, obvio es recordarlo, siguen un itinerario. Durkheim, padre de la sociología, y Piaget, estudioso de la inteligencia infantil, estuvieron de acuerdo en ratificar sus etapas. La fase inicial suele reconocerse bajo el concepto de anomia, categoría a la que recurrentemente hemos apelado para dar cuenta de las desarticulaciones y retrocesos que caracterizan el desarrollo histórico del país. Eso sí, pocos han dado cuenta de que el primer sentido de la anomia nada tiene de peyorativo, pues su carácter nos remite a todo aquello que se encuentra más allá de la ley, a lo que escapa a la extensión de sus dominios. Sea como fuere, y para mejor entendernos, habría el individuo anómico, ese que suele ignorar la ley o procura someterla al arbitrio de su capricho. Luego están todos aquellos, llamémosles heterónomos, que acatan y reproducen las reglas aun sin entenderlas. En última instancia irrumpe en el escenario el sujeto autónomo, ubicándose en un plano respetuoso y tolerante que, no en vano, será escasamente visitado por el conductor limeño.

Se diría que las reglas del tránsito no atienden los particulares propósitos del conductor estándar en la gran Lima, aletargando en exceso las trayectorias que debe seguir. Si, por añadidura, contamos con un parque automotor que desborda por varios dígitos la capacidad de nuestras vías, habrá que encontrar entonces variadas maneras de burlar la demora y ganar por puesta de llanta (entre adelantamientos y frenadas, qué duda cabe, emerge el ingenio).

El semáforo pasa a ser materia de entendimientos harto flexibles, asumiéndose que el rojo debe estrecharse en función de las conveniencias, más verdes, de cada cual. Los colores van a contraerse o dilatarse para mejor justificar nuestro acople como el primero o el último de la fila. Ocurre también que por la derecha se avanza más raudamente, mientras que a la izquierda distraídos y veteranos encuentran su mejor refugio contra el automovilismo citadino. Por no mencionar a los que, vivos y ágiles, inauguran vías insospechadas y riesgosos atajos, invadiendo aceras, terrales o las escasas zonas verdes existentes. Tampoco hay que estereotipar demasiado a los infractores pues, entre ellos y ellas, hay gente de toda condición, género, edad y tonalidad de piel. La democracia, preciso es admitirlo, abre insospechados espacios de inclusión y homologación. Ocurre que, además de nativos, somos alter-nativos.

Después de las combis, los micros y los ticos, luego de los camiones y los transformers todoterreno, emergen especies menores invadiendo pistas en cualquier dirección o monopolizando nichos peatonales: motociclistas, ciclistas y skaters vienen a reclamar un lugar en el reparto de los créditos. Corren hartos riesgos, es verdad, pero cual nuevas plagas del despliegue urbano también se los generan al prójimo. Todo indica que, en nuestro país, la conexión obligada entre derechos y deberes deviene pugna abierta y, según datos recientes, los primeros se imponen por goleada, certificando el reino de unos privilegios que, individualistas y prepotentes a más no poder, nada saben de los deberes hacia la existencia ajena.

En tiempos mutantes, quizá Milan Kundera nos alcance una dimensión a tomar en cuenta. En su cuento “Auto-stop”, una pareja de enamorados decide sobre la marcha y mientras viajan por la carretera, actuar como desconocidos: ella pidiendo que la lleven a su destino, él interesado en llevarla. En principio ingenuo, tal juego de roles vira peligroso mientras ella acentúa el coqueteo y él, la seducción abierta. Luego del experimento descrito cada cual cree saber más del otro y, lo que es peor, confirma las sospechas antaño anidadas. Nada augura, en consecuencia, una mejor relación a futuro; todo lleva a hacer más densa la experiencia entre ambos. La pregunta entonces se cae de madura: ¿Qué transformación sufren ustedes, amigos lectores, cuando se hacen cargo del timón? ¿Son victimadores o victimados? ¿Francotiradores o francomiradores? ¿Mentadores de madres o vengadores anónimos?

Vayamos al inventario de las reacciones foráneas. Divisamos al visitante que ante el espectáculo de nuestra conducción vehicular transita del desconcierto al pánico; el que, intrigado al principio, termina por incluirse a plenitud y dotado de las licencias del caso, se afirma en la práctica consuetudinaria de los carritos chocones; no faltan quienes, fungiendo de analistas, concluyen que no es que carezcamos de reglas sino que se trata de otras muy distintas de las formales, esas que, a su manera, todo lo arreglan, todo lo parchan y superan. Lo cierto es que, en el manual al que se aferra el ‘caña brava’ limeño, pistas y calles son idóneas para la búsqueda infatigable de chivos expiatorios, ocasión para pequeñas grandes venganzas, es decir, oferta imperdible para unos milimétricos reajustes y las siempre anheladas compensaciones.