(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Howard Davies

Conforme se acerca el décimo aniversario del inicio de la crisis financiera global, se nos viene encima una oleada de evaluaciones retrospectivas cuyo objetivo en muchos casos es responder la gran pregunta: ¿hubo una reforma fundamental del sistema financiero, que nos permita estar seguros de no repetir los lamentables y destructivos acontecimientos del 2008 y del 2009, o la crisis no sirvió de nada?

No habrá una respuesta consensual para esa pregunta. Algunos dirán que las reformas poscrisis, en particular las referidas a los requisitos de capital de los bancos, fueron demasiado lejos y que los costos en pérdida de producción han sido excesivos. Otros, que hay que hacer mucho más, que la capitalización de los bancos debe ser mucho mayor y que tal vez (como sostuvieron los promotores de un referendo reciente en Suiza) deberían perder la capacidad de crear dinero.

Pero cualquier observador razonable está obligado a admitir que hubo un cambio muy significativo. La mayoría de los bancos grandes ahora tiene tres o cuatro veces más capital que en el 2007 y de mucha más calidad. Las instituciones con importancia sistémica ahora deben contar con protecciones adicionales. Se ha fortalecido en gran medida la gestión de riesgos. Y son mucho más sólidos los poderes de intervención regulatoria. Sigue habiendo firme apoyo político a una regulación estricta, al menos fuera de Estados Unidos, e incluso allí las medidas del gobierno de Trump beneficiaron más que nada a los bancos comunitarios, no a Wall Street.

Pero hay un área en la que se logró mucho menos. Como observó el ex presidente de la junta de la Reserva Federal de EE.UU., Paul Volcker, “casi todos los análisis post mortem de la crisis financiera señalan el complicado sistema regulatorio [estadounidense] como un factor que contribuyó a la debacle”.

La ley Dodd Frank del 2010, que trató de resolver los defectos expuestos por la crisis financiera, hizo muy pocos cambios. Eliminó una única agencia pequeña por la que nadie derramó una lágrima, la Oficina de Supervisión del Ahorro, y agregó otra, la Oficina de Protección Financiera de los Consumidores, un organismo tan poco querido por el actual gobierno que su longevidad está en duda.

No se hizo nada para resolver las complicaciones de las que habló Volcker, cuyo veredicto actual es que “el sistema de regulación de instituciones financieras en Estados Unidos es muy fragmentario, desactualizado e ineficaz”. Quitando eso, está todo bien…

Claro que Estados Unidos es un caso especial. ¿Y qué hay del resto del mundo? Hubo algunos pocos cambios, los más notables tal vez en el Reino Unido (RU), donde nos encanta hacer reformas institucionales. En este caso, las funciones que antes estaban unificadas en la Autoridad de Servicios Financieros (de la que fui el primer presidente) se devolvieron al Banco de Inglaterra o se asignaron a la Autoridad de Conducta Financiera.

En un estudio reciente del Instituto para la Estabilidad Financiera, creado por el Banco de Pagos Internacionales y el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, se concluyó que once de los 79 países evaluados hicieron algunos cambios. Cabe señalar que a contramano de la reforma en el RU, sigue habiendo una débil tendencia internacional a la unificación regulatoria, en detrimento del modelo tradicional según el cual el mercado de valores y el de seguros están a cargo de organismos diferentes, mientras el banco central supervisa el sistema bancario.

De los 79 países, 39 todavía usan el modelo sectorial tripartito y 23 tienen organismos unificados (nueve de los cuales también cumplen la función de autoridad monetaria). Otros nueve usan un modelo sectorial con solo dos organismos y ocho eligieron el sistema Twin Peaks, donde una agencia se encarga de regular el mercado de capitales y otra de supervisar la conducta empresarial.

Uno esperaría que tras un análisis de lo que funcionó y lo que no funcionó en la crisis hubiera surgido algún consenso, pero no se ve que haya sucedido.

De los análisis que hubo, las conclusiones son un tanto ambiguas. No puede decirse que una estructura haya funcionado mejor que otras en todas partes, pero hay algunos datos interesantes. Un estudio de los modelos de regulación precrisis realizado por el concluye que “los países con organismos supervisores unificados [que en general estaban fuera del banco central en aquel momento] lograron una calidad de supervisión uniformemente mayor”. Es decir, el cumplimiento de las normas de Basilea en esos países fue más riguroso. Pero allí donde después de la crisis se hicieron cambios, por lo general fue en el sentido de otorgar más poder a los bancos centrales.

Esta diversidad estructural de las reformas poscrisis no ayuda a garantizar coherencia en la implementación de normas globales y es particularmente problemática en la Unión Europea. Aunque ahora la Eurozona tiene una unión bancaria, en alrededor de la mitad de los estados miembros la autoridad supervisora está en el banco central y fuera de él en la otra mitad.

Por desgracia, nadie quiere ponerle el cascabel al gato. Los supervisores nacionales no tienen interés en criticar sus propios sistemas. Es verdad que la regulación financiera se fortaleció sustancialmente (y eso es lo más importante), pero su implementación sigue en manos de un mosaico de organismos nacionales separados.

–Glosado y editado–
Traducción de Esteban Flamini