Mapa de la violencia contra la mujer en el mundo [INTERACTIVO]
Mapa de la violencia contra la mujer en el mundo [INTERACTIVO]
Marilú Martens

Como en ocasiones pasadas, la ha despertado interés entre nosotros. Personajes influyentes la han condenado en sus redes y hasta algunos agresores salieron a pedir disculpas públicas. Pero como en aquellas ocasiones, esta vez tampoco será suficiente para acabar con la violencia y la discriminación que sufren las mujeres en nuestra sociedad. Las raíces de este mal son profundas y fuertes, y nuestras reacciones, demasiado débiles (sobre todo, cuando las sigue un “pero”: “pero los hashtags son exagerados”, “pero ella no debió provocarlo”, “pero lo hice con buena intención”). En ese sentido los “peros” que deslegitiman los esfuerzos que deben hacerse a través de la educación –“pero la educación es competencia única de los padres”, “pero la palabra ‘género’ es innecesaria”– son los más preocupantes y evidencian que aún estamos lejos de siquiera comprender la problemática.

Cuando afirmamos que la educación familiar es suficiente, demostramos que no sabemos que, como padres, también somos falibles de albergar ideas y comportamientos sexistas. Está demostrado que los sesgos que impulsan estas ideas se forman desde nuestros primeros años, mientras absorbemos como esponjas todo en nuestro entorno. A lo largo de nuestras vidas, estos sesgos se manifiestan en nuestro comportamiento cotidiano sin que seamos conscientes de ello. Reconocer estos sesgos no nos hace peores padres o personas; estudios han encontrado evidencia de discriminación inconsciente entre los académicos de las instituciones más prestigiosas del mundo y hasta en las organizaciones que trabajan a favor de la igualdad de género. Ellos y nosotros somos producto de una educación que reforzó estos sesgos y nos hizo incapaces de identificar y condenar esta discriminación. Es hora de que la educación dé a nuestros hijos las herramientas y el criterio que no nos dio en las últimas décadas.

Además, es un error generalizar una condición privilegiada –como lo es la buena preparación de los padres– a todos los hogares del país. En el Perú, el 90% de los padres que envían a sus hijos a escuelas públicas no completó la secundaria y el 60% de la violencia sexual denunciada sucede entre familiares y dentro del hogar. Para los niños de estos hogares no hay esperanzas si es que la educación formal que puede llegarles se pone de lado o, peor aún, justifica la violencia y la discriminación sexual. Aquí, la educación sexual es la única forma de que un menor de edad aprenda que no debe aceptar este tipo de agresiones y sepa cómo enfrentarlas. Negarles esta contraparte educativa es perpetuar su vulnerabilidad y los círculos de violencia.

Asimismo, hay quienes apoyan la igualdad de género pero desde arriba; en paridad en el empleo, en los ingresos, en la representación política, en lugar de “distraer a la educación de lo que importa” o “confundir a la juventud”. Aunque el efecto de estas iniciativas es positivo e inmediato, está muy lejos de atacar a la raíz del problema. En Ruanda, luego del genocidio que exterminara a gran parte de la población masculina, y en la India, gracias a un programa que garantizaba empleos públicos a todas las mujeres que lo solicitaran, se lograron algunos de los avances más significativos en el empoderamiento político y económico de las mujeres en la historia reciente. Sin embargo, en ambos casos también se registraron incrementos de violencia sexual en el ámbito público y en los hogares. Si nuestra identidad germina de una semilla contaminada por una cultura sexista, las intervenciones que se hagan en la superficie de la tierra entrarán en conflicto con nuestra propia estructura y, por lo general, de alguna manera u otra será esta última la que se imponga. Si queremos erradicar la discriminación y la violencia de género, debemos reconsiderar el tipo de semillas que sembramos.

Por último, la mejor educación es aquella que busca la comprensión antes que la obediencia. Para combatir una discriminación que es aprendida desde la formación de la identidad de las personas no es suficiente repetir como borregos que “no debemos discriminar entre hombres y mujeres”, sino entender el origen y mecanismo de esa discriminación. Para ello, debemos distinguir el sexo de una persona y las distintas series de características que las sociedades han asociado a lo largo de la historia a los hombres y mujeres. Sin embargo, esto no será posible si no identificamos estas características por su nombre: género. Resistirse a distinguir entre sexo y género, o usar la terminología técnicamente correcta, es negarse a aceptar que una mujer no tiene que priorizar el cuidado del hogar por encima de su carrera por el simple hecho de ser mujer, o que un hombre debe ser el principal sostén económico del hogar por ser hombre. Esta reticencia evidencia el conflicto constante entre el ideal de no discriminar y nuestras identidades construidas sobre conceptos discriminatorios.

Con estos “peros” podremos seguir condenando la violencia de género en nuestras redes sociales, declaraciones públicas y conversaciones privadas, pero la seguiremos albergando en nuestra sociedad y en nuestros hogares. Para que esta vez sea diferente, querámoslo de verdad. Sin “peros”.