(Foto: AP)
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Fernando Cáceres Freyre

La semana pasada, el Senado argentino rechazó la propuesta de otorgar libertad a las mujeres para que puedan decidir, por su sola voluntad, interrumpir su embarazo durante las primeras 14 semanas de gestación. La propuesta causó mucha polémica, porque no son muchos los países en el mundo –y son menos en Latinoamérica– en los que se otorga una libertad de elección así de amplia.

Según el Center for Reproductive Rights (2013), solo en 61 de 199 países las mujeres pueden  sin que medie razón alguna, o sin que la tengan que explicar, siendo el límite más usado 12 semanas de gestación, pero existiendo casos que van desde un límite de 90 días (Italia) hasta uno de 24 semanas (Singapur).

En el resto del mundo el aborto se permite solo en situaciones excepcionales; relacionadas con (i) la manera como se origina la fecundación, (ii) la salud del feto, y (iii) la salud de la madre. En nuestro país, por ejemplo, solo se considera esto último: no se penaliza el aborto realizado para salvaguardar la vida o salud de la madre.

Así, por más que en las redes sociales, virtuales y reales, el tema del aborto se polariza entre los provida y los proelección, la regulación existente nos muestra que hay muchos matices, y que gran parte del debate importante está en cómo calibramos la regulación (frente a dos derechos en juego). Ello, considerando que no se puede legislar sin considerar la realidad: se producen alrededor de 1.000 abortos clandestinos en el Perú cada día (Minsa, 2012, y Ferrando, 2006). Tampoco asumiendo que la sola existencia de una norma restrictiva va a generar un cambio en las conductas de las personas.

Las personas más conservadoras tienden a asumir, en este caso, que la sola prohibición es positiva, pues ‘así deberían ser las cosas’, y olvidan que los abortos siguen ocurriendo, a pesar de la norma, y que no prohibir tampoco equivale a fomentar. Además, y esto es lo más importante, pierden de vista que la actual restricción –casi total– para interrumpir el embarazo en el Perú tiene efectos tremendamente indeseados. Por ejemplo, el 65% de las personas que practican un aborto a mujeres pobres rurales no tiene calificación alguna, por lo que se terminan presentando complicaciones en 4 de cada 10 mujeres que se someten a este procedimiento (Ferrando, 2006).

De hecho, es frecuente el apoyo de muchas personas en el Perú a la adopción de normas restrictivas, porque creen que el mero dicho impedirá el hecho. Por ejemplo, en la regulación laboral se asume que por el solo hecho de que se obligue a los empleadores a costear cerca de 40% más del sueldo base por gratificaciones, CTS, vacaciones y seguro, esto va a ocurrir, cuando lo más seguro es que se promueva que las empresas opten por tercerizar servicios (o por la informalidad) en vez de crecer orgánicamente.

También ha ocurrido en la regulación del tránsito, donde hace algunos años se aprobó que los policías deberían ponerles multas a los peatones (sí, ya sé que no tienen placa y que los policías debieran dedicarse a labores más urgentes), cuando lo más seguro es que una norma así no pueda hacerse cumplir.

El Tribunal Constitucional tiene un método para realizar una ‘calibración regulatoria’: se llama el test de proporcionalidad, y permite regular en función de si la medida es idónea para cumplir con el objetivo deseado (o si es un mero deseo), y si hay alternativas menos restrictivas –de otros derechos o libertades– para conseguir el objetivo. Cuando tomemos posición sobre nuevas regulaciones, siempre tengamos en cuenta el trecho. No nos quedemos en cómo ‘deberían ser las cosas’.