(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Roberto Abusada Salah

En 1990 el Perú inició un cambio diametral de régimen económico que lo llevó de ser un país fallido a convertirse en lo que algunos llamaron ‘la estrella económica latinoamericana’. Cuando se analizan las causas de este dramático vuelco es fácil poner en el primer lugar el hecho de que el Perú se encontraba al borde del abismo. Alberto Fujimori pretendió cumplir su promesa electoral de oposición al shock económico de Mario Vargas Llosa, viajó a Japón a pedir dinero, y los japoneses lo enviaron directo al FMI. Pragmático hasta la médula, Fujimori despidió a su equipo económico ‘gradualista’ y enlistó a quienes pondrían en práctica el duro shock que a la postre rescataría al país de ese abismo. El nivel de pobreza se redujo a la tercera parte.

Resulta irónico que hoy las escuchas telefónicas autorizadas para investigar a una banda de narcotraficantes en el Callao hayan provocado la crisis que puede abrir la oportunidad para realizar reformas institucionales fundamentales para franquear el insuficiente crecimiento económico.

En realidad, los audios solo han mostrado en tecnicolor lo que todos los peruanos habíamos ya visto en nublado blanco y negro. Pero, al igual que con el régimen económico previo a la década de 1990, ha sido la certeza vívida de una indignante e insoportable situación lo que ha empujado a la clase política a emprender el cambio. Sin embargo, existe el peligro de que el presidente y quienes se han proclamado líderes del cambio se arriesguen a hipotecar la oportunidad de impulsar un shock reformador en aras de obtener popularidad de corto plazo. Solo así se explican las iniciativas populistas como aquellas de proponer una reforma política en donde se introducen la no reelección parlamentaria, la paridad de género en las listas congresales, o limitar el número total de representantes en el . El presidente no parece apreciar la enorme oportunidad de reforma institucional que se ha presentado, ni los dividendos que un verdadero shock de reforma institucional traerían a la nación entera.

Se ha abierto una oportunidad para ir mucho más allá de la reforma del sistema de justicia. Por ejemplo, se puede mitigar el efecto de las fuerzas centrífugas desatadas por la regionalización. Un Senado elegido en distrito único se hace imprescindible. Un Senado que defienda el carácter unitario de la nación y mitigue el desgobierno que ha generado la existencia de 26 regiones. Se debe también tener una Cámara de Diputados mayor a 100 miembros y un Senado de más de los 30 miembros propuestos, sin elevar el actual presupuesto del Congreso. Una cámara con más de 100 integrantes haría que la propuesta de elegir diputados en microrregiones sea más representativa. Por otro lado, la renovación de la mitad congresal cada dos años y medio, a diferencia de la no reelección, sí traería mayor calidad al Parlamento. Además, la instauración de la segunda vuelta electoral para la elección del Congreso daría más legitimidad a los representantes, y evitaría en gran medida casos como el de tener un presidente con exiguo apoyo congresal.

Además de revisar y aprobar el presupuesto, el Senado debería también tener la facultad de revisar las decisiones interpretativas del Tribunal Constitucional, y evitar así que este desvirtúe su función al emitir fallos interpretativos con adición de conceptos ausentes en la Constitución, arrogándose ilegalmente la facultad de legislar. De otro lado, el Senado no debería tener iniciativa legislativa, mas sí la facultad de veto ante la que la Cámara de Diputados solo podría insistir pasado un año.

Además de eliminar el voto preferencial, la reforma debería instaurar el voto voluntario. Resulta contradictorio que votar sea a la vez un deber y un derecho. En la mayoría de países el voto es voluntario. En Latinoamérica, el voto compulsivamente obligatorio existe únicamente en el Perú, Argentina, Brasil y Ecuador. Una fórmula intermedia podría ser la de simplemente eliminar la multa por no votar.

En un estado de indignación popular como el presente, un ambiente de clara cooperación entre Congreso y Ejecutivo para llevar adelante un ambicioso programa de reformas institucionales tendrá el efecto colateral de mejorar la popularidad de ambos. No interesa si todas las reformas se hacen con referéndum o con dos votaciones y voto calificado. La importancia del momento actual consiste en el hecho de que se ha abierto una oportunidad para las reformas institucionales que normalmente son difíciles de llevar a cabo. Esta ventana de oportunidad puede dar cabida a reformas que van más allá de la política y la judicial; una oportunidad que un estadista haría mal en desaprovechar.