(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Gianfranco Castagnola

La Política Nacional de Competitividad y Productividad (PNCP) aprobada por el gobierno ha incluido como uno de sus objetivos prioritarios “crear las condiciones para un mercado laboral dinámico y competitivo para la generación de empleo formal”. Es positivo que el gobierno haya incorporado un tema en el que hemos retrocedido dramáticamente en los últimos 15 años. Corresponde debatirlo con estudios, ideas y cifras para construir consensos y aterrizar la PNCP a un plan con medidas concretas.

Nuestro mercado laboral se caracteriza por su elevadísima informalidad. De cada 100 personas que trabajan, 70 lo hacen en la informalidad –en empresas informales o en empresas formales pero fuera de planilla–, sin recibir beneficios ni seguridad social. De las 30 que acceden a la formalidad, 20 lo hacen bajo modalidades de contratación temporal y solo 10 bajo un régimen de contratación permanente.

Nuestra legislación laboral contribuye a esta gran informalidad a través de dos aspectos regulatorios. El primero es la rigidez laboral, resultado de una interpretación del Tribunal Constitucional que determinó que un despido sin causa (técnicamente llamado “arbitrario”) da derecho a reposición del trabajador, lo que, en la práctica, le da una estabilidad absoluta.

Las empresas, ante esa eventual imposibilidad de prescindir de personal de rendimiento deficiente, reaccionan evitando contratar más trabajadores o haciéndolo bajo el régimen de contratación temporal. Un estudio de de Grade muestra cómo desde el 2001 se ha producido un crecimiento significativo en la contratación temporal en desmedro de la permanente. Hoy en el sector formal, cuatro de cada cinco empleos que se crean son temporales y solo uno es permanente. Esto es malo para los trabajadores, pues esa modalidad, al tener un límite temporal, eleva la rotación laboral y desincentiva la capacitación.

Esta situación se agrava cuando el mecanismo de “ceses colectivos” previsto por la ley para ajustar la planilla de las empresas por razones económicas, tecnológicas, estructurales o de fuerza mayor, prácticamente no funciona. El ha sido renuente a aprobarlos: no más de 10 casos han sido autorizados en los últimos 15 años. Pareciera que esa entidad no tiene la capacidad técnica para evaluar apropiadamente las solicitudes o la voluntad política para hacerlo.

El segundo aspecto con gran impacto en la informalidad es la regulación laboral. La remuneración de un trabajador responde a su productividad. En la medida en que el Estado eleva artificialmente la remuneración de los trabajadores o aumenta el costo de contratar un trabajador –con cargas regulatorias que no van al bolsillo de este, sino de terceros–, dificulta más el acceso a la formalidad. En cuanto al primer factor, resulta necesario revisar los criterios con los que se fija la remuneración mínima vital (RMV). La heterogeneidad en las productividades entre grandes-medianas y pequeñas-micro empresas y entre regiones es significativa. No tiene sentido persistir en una única RMV.

Asimismo, en los últimos 20 años nuestras autoridades han desplegado gran creatividad para imponer una elevadísima carga regulatoria a las empresas. Un buen ejemplo lo constituye la normatividad que regula el teletrabajo. Es tan engorrosa y absurda que, habiendo miles de teletrabajadores, solo se han registrado en el Ministerio de Trabajo 796 contratos. Es decir, decenas de corporaciones y empresas medianas han pasado a la informalidad en este aspecto.

Existen muchos otros ejemplos, como la ley de salud y seguridad ocupacional y la ley que prohíbe la discriminación remunerativa entre hombres y mujeres –que requiere de la elaboración de cuadros y funciones, según una compleja metodología que no ataca el problema–. Son normas con objetivos nobles, pero que al utilizar instrumentos equivocados generan sobrecostos a la contratación laboral y elevan aun más la valla de ingreso a la formalidad.

Promover reformas que generen mayor eficiencia en el mercado laboral y fomenten la creación de empleo formal bajo un marco de protección razonable que cumpla estándares internacionales no solo beneficiaría a las empresas, sino, principalmente, a quienes actualmente carecen de un puesto de trabajo formal permanente. No será fácil, pues habrá quienes se opondrán por razones políticas, otros por un natural temor a la pérdida de la estabilidad –a pesar de que la goza solo el 10% de los trabajadores– o también quienes sientan en riesgo algún negocio parasitario surgido de la sobrerregulación. Pero la buena noticia es que una parte de la población, compuesta por jóvenes, acepta la idea de una mayor flexibilidad. Un estudio de Ipsos realizado el año pasado a pedido de Apoyo Consultoría encontró que, frente a un mal desempeño del trabajador, tres de cada cuatro jóvenes aprobaban el despido –con la indemnización legal, e incluso con menor o ninguna–.

Es un buen momento para iniciar un verdadero debate, sustentado en evidencias y no en prejuicios, del que puedan resultar medidas que nos ayuden a seguir el camino de las economías exitosas. Ninguna de estas tiene las taras de nuestra legislación laboral, una de las más rígidas del mundo.