(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Javier Díaz-Albertini

Cuando se insiste en que el Estado promueva medidas para estimular la inversión, los ciudadanos debemos examinar las propuestas con detenimiento. Es así porque los incentivos propuestos normalmente implican –aunque sea temporalmente– disminuir tributación, derechos laborales, regulaciones, protección medioambiental, estándares de seguridad, u otras cuestiones parecidas que afectan el bien común. Por otro lado, los defensores de las medidas dirán que la inicial disminución de los beneficios de muchos será compensada en el tiempo con un círculo virtuoso de mayor actividad económica, productividad, tributación, inversión pública, empleo formal, etc.

Estas polémicas nos llevan invariablemente a examinar la convivencia del capitalismo con la democracia. Ya son casi 70 años del clásico escrito de T.H. Marshall sobre la difícil relación que surge en toda sociedad dividida en clases sociales (capitalismo), pero compuesta de ciudadanos (democracia). En su célebre ensayo, Marshall mostró cómo los derechos ciudadanos habían pasado por tres generaciones, cada vez ampliando más la ciudadanía como contrapeso a la desigualdad que surge en cualquier sistema basado en el estatus.

Los primeros derechos fueron los civiles que garantizan las libertades individuales (propiedad, expresión, culto, opinión). El problema es que para ejercerlos se necesitan condiciones que muchos ciudadanos pueden no poseer. Por ejemplo, si uno no tiene dinero, no puede ejercer el derecho a la propiedad. En palabras de Marshall, los derechos civiles “confieren capacidad legal para luchar por las cosas que se querrían poseer, pero que no garantizan la posesión de ninguna de ellas”.

Los segundos derechos fueron los políticos, mediante los cuales –en forma gradual– se amplió la participación ciudadana hasta alcanzar el sufragio universal. La mayor presencia de las clases medias y populares en el ámbito político –especialmente en el Parlamento– sería esencial para impulsar legislación que nos protegiera de los posibles excesos del quehacer económico (legislación laboral, antimonopolio, protección al consumidor).

Los terceros derechos son los que Marshall denomina sociales. De ellos, los más conocidos y extendidos son a la educación y salud. Estos son derechos más ligados a generar las condiciones propicias para la igualdad de oportunidades y, además, se obliga al Estado a proveerlos.

¿Qué sucede cuando el impulso a la inversión se da sin salvaguardar al ciudadano? Tomemos el ejemplo de la Ley de Promoción de la Inversión en la Educación de 1996 que buscaba “modernizar” la educación y permitió la creación de centros educativos con fines de lucro.

En términos de negocios, la norma ha tenido un éxito increíble. En el caso de la educación universitaria, en el período 1996-2015, se pasó de 335.000 a 1’316.748 alumnos matriculados, buena parte del aumento captado por las nuevas universidades empresas. Muestra de ello es que, en 1996, solo el 40% de los alumnos asistía a universidades privadas, mientras que ahora supera al 75% de la matrícula. Tomando la facturación como referencia, en el 2001 solo 22 universidades se encontraban entre las top 10.000 empresas nacionales, ahora son 41, siendo la mayoría las nuevas universidades con fines de lucro.

Ha aumentado la inversión, sin lugar a dudas, pero ha disminuido considerablemente la calidad. En el ránking de universidades de la Sunedu publicado recientemente, de las primeras 20 universidades, solo tres son privadas societarias. A nivel internacional, en el ránking 2018 de universidades latinoamericanas preparado por QS, 10 peruanas se ubican entre las 200 mejores, pero solo una es societaria. Y ojo que este es un fenómeno mundial. Ninguna universidad estadounidense con fines de lucro se encuentra entre las 500 mejores del mundo.

Fueron casi 20 años de una oferta que crecía irresponsablemente. En la mayoría de casos, la institucionalidad creada (ANR, Conafu, Sineace) no sirvió para proteger al alumnado ante un mercado –como el de la educación– caracterizado por la asimetría de información. El daño es irreversible: centenares de profesionales con formación deficitaria dando servicios a una desprotegida población. El Estado no debe cometer el mismo error. La promoción a la inversión no solo debe juzgarse por el dinero que produce –que podría, además, estar concentrado en unos pocos–, sino por los beneficios comprobados al conjunto de la población.