creo que, conforme pase el tiempo, será más claro que no había posibilidad de lidiar con el deseo de venganza contra quien ganó las elecciones
creo que, conforme pase el tiempo, será más claro que no había posibilidad de lidiar con el deseo de venganza contra quien ganó las elecciones

El que sigue es un testimonio de parte. Escribo cómo viví la experiencia cotidiana de quien, como ministro, tuvo por año y medio que interactuar intensamente con este .

Ya nos habían decepcionado profundamente los anteriores, pero creo que, de la mano de su mayoría, este Congreso ha superado los peores pronósticos. Protegiendo a sus miembros cuando son reclamados por la justicia por delitos comunes. Sesgando sus investigaciones. Aprobando leyes con iniciativa de gasto o contra los medios de comunicación, así como “convenientes” cambios al reglamento del Congreso. Y tantas otras cosas que explican su 12% de aprobación.

Pero quiero aquí reflexionar sobre lo que fue gobernar con este Congreso. No voy a justificar los errores cometidos por nosotros, ni los frecuentes autogoles verbales del entonces presidente Pedro Pablo Kuczynski; ni, más delicado aun, las cosas que debió en su momento decir y no dijo. Sin embargo, creo que, conforme pase el tiempo, será más claro que no había posibilidad de lidiar con el deseo de venganza contra quien ganó las elecciones, cuando ellos ya se sentían en control del Congreso y Ejecutivo.

Desde el primer día, el 28 de julio, en su discurso inaugural, el presidente sintió en el Congreso el hielo profundo que se había ordenado transmitir a los 73 parlamentarios. Ni por elemental cortesía, ni siquiera cuando él se refirió a temas de consenso nacional, hubo el menor atisbo de un tibio asentimiento.

No había forma de no dar el voto de confianza al Gabinete de Fernando Zavala, pero los discursos y los epítetos contra el naciente gobierno quedan en la memoria. Recuerdo especialmente a un congresista diciéndole al primer ministro que para qué presentaba un programa de gobierno, si no iba a llegar al año. Fue el mismo que me pronosticó que no iba a durar dos meses como ministro del Interior, porque no tenía “voz de mando”.

Desde el primer día los ministros fuimos llevados a comisiones por ‘quítame estas pajas’ y tratados de la peor manera. No me refiero a exigentes discusiones de fondo (¡ojalá las hubiese habido!), sino a malacrianza y prepotencia, sumadas a desinformación fruto del desconocimiento o la mala fe, así como ofensas personales y amenazas recurrentes. Cuatro o cinco horas después, cuando ya tocaban las respuestas del ministro, casi ninguno permanecía en la sala (eso sí, se nos advertía que debíamos mandarlas por escrito a cada uno de ellos). No fueron pocas las ocasiones en que cinco o más ministros coincidían en el Congreso.

Jaime Saavedra –hoy a cargo de las Prácticas Mundiales de Educación del Grupo Banco Mundial– fue el primer interpelado. La razón, una compra irregular de computadoras en una de las unidades ejecutoras de su gigante ministerio. (Por cierto, lo mismo le pasó a la entonces presidenta del Congreso en un pliego muy pequeño y fácil de controlar y fue tratado como un problema administrativo.) Saavedra, en cambio, fue tildado de corrupto y tuvo que escuchar todo tipo de ofensas y necedades. Recuerdo, en particular, las de un digno aspirante a la “inmortalidad ridícula” (sobre la que escribió Milan Kundera), quien le increpó al ministro que la prueba PISA, creada por la OCDE para medir la calidad de educación en diversos países, no era sino “una cortina de humo pagada por el Minedu”. No era incoherente, viniendo de quien sostenía que leer mucho causa Alzheimer. Grave error del gobierno de no haber hecho confianza en aquella ocasión.

Después vendría la interpelación del entonces ministro , malamente zarandeado, quien no quiso someterse al maltrato de una censura anunciada y renunció al cargo. Pues no solo debería hacerlo como ministro –le exigió el hoy presidente del Congreso– sino dejar también la vicepresidencia. Por cierto, fue el mismo congresista que, en mi interpelación, dijo con claridad lo que otros disimulaban: que no me iban a censurar, porque no querían hacerlo con dos ministros en mismo día. La cabeza de Alfredo Thorne era suficiente para la jornada.

Luego vino la censura del Gabinete Zavala, que defendía la actuación de la ministra de Educación Marilú Martens, quien había enfrentado la primera huelga magisterial liderada por gente del Movadef y mantuvo firme el principio de que con Sendero Luminoso no se negocia.

Otro capítulo de esta saga refiere a los métodos que usaron para conseguir la renuncia de un presidente de la República. Grabaciones clandestinas, con sistemas instalados en el propio Congreso, incitando con mentiras a respuestas comprometedoras y difundidas solo fragmentariamente, para conseguir el efecto buscado.

No es el mío un análisis desapasionado, lo sé. Son solo algunos recuerdos sueltos. Pero pueden ayudar a entender por qué el presidente Vizcarra sabía que la mayoría del Congreso no iba a entender razones, a menos que él canalizara el inmenso descontento de la opinión pública y planteara el segundo pedido de confianza. Vizcarra los ha puesto completamente a la defensiva, pero, disculpen mi escepticismo, no creo en la novísima conversión de a la causa de las reformas.