(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Santiago Roncagliolo

Estas semanas, la historia de Harvey Weinstein ha sacudido Hollywood y, por lo tanto, el mundo. El todopoderoso productor que acosó sexualmente a sus actrices durante décadas ha caído finalmente en desgracia, ha perdido su empresa y su matrimonio, ha sido expulsado de la Academia de Cine, y pasará a la historia del séptimo arte no como el artífice de las películas que recibieron ochenta premios Óscar, sino como un monstruoso depredador.

Según sus víctimas –entre ellas Angelina Jolie y Gwyneth Paltrow–, Weinstein se colaba en sus habitaciones de hotel, las presionaba para dormir con él y les pedía masajes. Al igual que Dominique Strauss-Kahn, el voraz ex presidente del FMI, creía que su poder le otorgaba derecho de pernada, y podía arruinar las carreras de las mujeres que se resistiesen a sus requerimientos.

Pero casi tan culpables como él fueron sus colegas de la industria que sabían lo que ocurría y callaron. El comportamiento del productor era un secreto a voces. Con frecuencia, ni siquiera era secreto. En el 2005, Courtney Love declaró en una entrevista: “Si Harvey Weinstein te invita a una fiesta privada, no vayas”. En el 2013, Seth MacFarlane anunció a las actrices candidatas al Óscar y bromeó: “Felicidades, ustedes cinco ya no tienen que fingir que se sienten atraídas por Harvey Weinstein”. Incluso en la comedia “30 Rock” se incluyó un diálogo de humor sobre los apetitos del productor.

Por suerte, la cultura de Hollywood cambió. Muchas víctimas aceptaron romper su silencio para denunciar al acosador para sendos reportajes de “The New Yorker” y “The New York Times”. Al leer las denuncias, la industria expresó una condena implacable e inmediata. Weinstein no pudo usar su poder para comprar o chantajear conciencias. Eran demasiadas.

La lección resulta especialmente instructiva para Lima que, según la encuesta global de la Fundación Thomson Reuters, es la quinta ciudad más peligrosa para las mujeres en el mundo. El estudio coloca a la capital peruana justo después de Kinshasa, la misérrima urbe del Congo africano, o la india Delhi, que se hizo tristemente famosa hace unos años por las violaciones masivas en autobuses.

La peligrosidad de nuestra capital radica en las dificultades legales de las mujeres para abortar. Una de cada cinco peruanas queda embarazada antes de los 19 años, y la mitad de los embarazos entre los 12 y los 16 es producto de violaciones. La maternidad adolescente y solitaria destruye para siempre las oportunidades de las chicas más pobres. Si deciden estudiar o trabajar, se ven obligadas a abortar en clínicas clandestinas, en condiciones sanitarias que ponen en riesgo su vida.

Para que ellas no tengan que optar entre la muerte y la miseria, bastaría con aprobar una legislación más moderna, como en decenas de democracias desarrolladas. Pero nuestra sociedad tiende a culpar de las violaciones y agresiones a las propias víctimas. La semana pasada, la mismísima presidenta de la Comisión de la Mujer y Familia del Congreso, Maritza García, mostró la gravedad del problema al explicar sin sonrojarse que agresores “sanos” y “normales” podrían ser motivados y exacerbados por mujeres que expresasen, por ejemplo, la disparatada voluntad de abandonarlos.

Los colegas de Harvey Weinstein también culpaban a sus víctimas. Creían que ellas se metían en la cama del productor para triunfar. Y fueron cómplices. Para evitar abusos –y en el caso peruano, violaciones y muertes– no basta con arrestar a los agresores. También tenemos que cambiar de cultura. Y exigir que la cambien nuestros representantes. La renuncia de Maritza García a su presidencia ha sido un gesto imprescindible, pero tan pequeño como una lágrima en el mar.