(Foto: Alonso Chero/El Comercio)
(Foto: Alonso Chero/El Comercio)
Carlos Meléndez

Hace algunas semanas, El Comercio inició la campaña para llamar la atención de la ciudadanía y autoridades correspondientes sobre el insufrible tráfico de Lima. La investigación periodística que soporta tal esfuerzo de bien público ha revelado perversas manifestaciones detrás de los desquiciantes cláxones. El primer nivel está relacionado con psicologías individuales: conductores carentes de civilidad, con perfiles patológicos. Así sucede en los casos del conductor con más papeletas en el país y del policía que arrollaba a inspectores de tránsito para no ser detenido. Al escalar un nivel superior, la investigación también ha detectado “fallas del sistema” como, entre otras, abogados que ofrecen artilugios legales para impugnar las multas o sencillamente coimean a funcionarios judiciales para “congelar” las papeletas.

Con mayor profundización, dicho trabajo periodístico también ha encontrado –hasta ahora– empresas informales de transporte, “colectiveros”, asociados con traficantes de tierras y otros tipos de bandas delincuenciales. A este nivel, el caos del  limeño no solo proyecta nuestra incívica convivencia ciudadana, sino también la criminalización de la vialidad producto de agentes informales e ilegales que imponen sus “normas” en las calles. Nuestra “cultura combi” –bautizada así a inicios de los noventa para graficar, casi folclóricamente, nuestra temeraria idiosincrasia al volante– ya ha llegado al pandemónium.

En Lima, el tránsito está completamente dominado por una suerte de cultura anti-institucional. Pues los resquicios descuidados por las instituciones formales favorecen sacarle la vuelta a la ley sistemáticamente. Los reportajes de #NoTePases develan formas y patrones de corrupción a/de funcionarios públicos: desde autoridades de tránsito hasta judiciales. En este contexto, eludir un ceda el paso peatonal en un cruce de cebra no es mera falta de educación o carencia de solidaridad. Tal infracción refleja los peldaños inferiores de una maquinaria ilegal e informal que ha tomado el tráfico y se reproduce con impunidad. No es una creación consciente y planificada, sino una perversa creación espontánea que crece gracias a las negligencias del Estado.

Los patrones culturales propios de este retorcido engranaje se reproducen en todos los sectores sociales limeños, sin discriminar en género, educación o capacidad económica. Incluso a congresistas, ministros y alcaldes se les ha suspendido sus brevetes por infracciones viales severas, como conducir por encima del límite de alcohol permitido. Ello favorece la re-creación, en todos los grupos sociales, de la naturalización de una moral criminal y de actitudes delincuenciales en la vía. Se normalizan estándares de comportamientos y valores que atentan contra la vida humana y la convivencia colectiva; conductas que transgreden la ley y que complacientemente –¿acaso también no con equívoco “orgullo”?– explicamos como “así conducimos los limeños”.

El tránsito es un espacio público por excelencia porque se funda en un pacto colectivo en el que el ciudadano anónimo cumple con las regulaciones concertadas. En Lima y en la mayoría de ciudades del país, ese contrato público tácito se ha roto tanto por la desidia estatal como por nuestra indiferencia. Así de fácil hemos pasado de víctimas a cómplices de la ilegalidad al volante.