(Foto: Getty Images)
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Carmen McEvoy

“Arriba la República, arriba los rebeldes, agus tiocfaidh ár lá” fueron las palabras de Mary Lou McDonald luego de recibir las riendas del Sinn Féin, el partido de izquierda irlandés, de manos de su líder histórico, el controvertido Gerry Adams. La frase escogida por la nueva lideresa, nacida en Dublín, para cerrar su discurso de aceptación revivió el debate sobre la naturaleza del Sinn Féin. Una agrupación política que, de acuerdo con sus críticos, no ha logrado tomar distancia de las bases ideológicas del Ejército Revolucionario Irlandés Provisional (IRA).

Cabe recordar que en gaélico la frase ‘tiocfaidh ár lá’ significa ‘nuestro día vendrá’. Una clara referencia a la potencial unificación de Irlanda, lo que para ciertos analistas podría significar un nuevo ciclo de violencia política sintetizada en el grito de guerra de una agrupación militar, cuyos miembros fueron tildados de terroristas en la década de 1970.

Al igual que el republicanismo gestado en Europa y las Américas, la versión irlandesa nació al calor de la Ilustración pero también de los movimientos revolucionarios que le sucedieron. Influenciados por sus pares, quienes alababan el mérito y la virtud pero también la violencia redentora ejercida por los ciudadanos armados, los republicanos irlandeses se rebelaron contra el dominio, no solo político sino económico y cultural de Gran Bretaña.

Movimientos como el de la Sociedad de los Irlandeses Unidos aglutinaron en el siglo XVIII a católicos y protestantes, aunque el movimiento disidente, que se fortaleció en la esfera pública para luego pasar a la acción armada, fue rápidamente hegemonizado por los primeros. Durante el siglo XIX, el Imperio Británico sofocó al Movimiento de la Joven Irlanda (1848) cuyos líderes fueron ejecutados y deportados así como ocurrió posteriormente con la Hermandad Feniana (1865-1867).

En la Pascua de 1916, un conglomerado de grupos asociados a los ideales republicanos de sus predecesores organizó un alzamiento independentista en Dublín, cuyos monumentos aún exhiben las balas que se cruzaron entre la milicia irlandesa y el Ejército Británico. En la proclama revolucionaria que circuló en las vísperas se hizo un recuento histórico de la lucha por establecer una república soberana e independiente que simplemente rechazaba un dominio violento e injusto de tres siglos.

“Cada generación el pueblo irlandés reafirmó su derecho a la libertad y a la soberanía”. Y es por ello que seis veces, recordaba la proclama, acudieron a las armas para defender su libertad injustamente arrebatada por el poder de la fuerza. Dentro de un escenario rupturista, Irlanda fue declarada un Estado libre y soberano. Ni más ni menos que una república que garantizaba la libertad civil y religiosa así como iguales derechos y oportunidades para todos sus ciudadanos.

Al igual que los republicanos decimonónicos, el objetivo era “perseguir la felicidad y prosperidad de la nación”. La partición y la guerra civil que siguió, donde dos líderes históricos –Michael Collins y Eamon de Valera– se enfrentaron por la definición de la independencia nacional, muestra un aire de familia con las guerras civiles que sucedieron a la fundación de las repúblicas en Latinoamérica.

Otro tema que guarda igual aire de familia con el americanismo de los republicanos nuestros es el europeísmo irlandés. De ello dan cuenta no solo su posición actual frente al ‘brexit’ y a la comunidad europea sino las palabras de Seán Lamas, quien peleó en el levantamiento de 1916 y se enfrentó al tratado Anglo-Irlandés firmado por Collins para acelerar la independencia: “Irlanda pertenece a Europa por historia, tradición y sentimiento así como por geografía. Nuestro destino está unido a Europa a la que siempre hemos mirado en búsqueda de inspiración, guía y aliento”.

En “Repúblicas del Nuevo Mundo: el experimento político revolucionario de América Latina” la historiadora Hilda Sabato desafía la visión convencional de América Latina como un caso de modernización fallida, mostrando la noción radical de soberanía popular que –al igual que en el caso irlandés– prevaleció con ciertas variantes por estas tierras. La transición de las colonias a los estados independientes fue compleja, incierta y plagada de conflictos que en muchos casos persisten. Sin embargo, y a pesar de sus tensiones y contradicciones (el tema de la validación de la violencia es una de ellas, la corrupción es otra), el orden republicano sobrevivió el examen del tiempo y la furia de sus detractores.

Una de las claves para entender esta capacidad de trascender situaciones difíciles puede ser la visión –que tienen muchos de sus arquitectos– de la república como una institución perfectible que podía incluso reinventarse a lo largo del tiempo. Esta suerte de finalismo, impuesta por un liderazgo que al igual que el irlandés era católico y apelaba a la fe en medio de la adversidad, explicaría su capacidad de atraer seguidores que siguen apostando por una vida en paz y prosperidad.

Porque al final, como lo mencionó Mary Lou McDonald al enfrentarse a los que criticaban su frase “nuestro día (¿el de la república?) vendrá”, la memoria de un pasado doloroso será siempre motivo de disputa. Ello no significa dejar de lado el respeto mutuo que para el caso irlandés ha derivado en un proceso de reconciliación que es en parte responsable del desarrollo económico irlandés (el apoyo de la Comunidad Europea también lo es) que ocurre en medio de una conversación franca que este año cumple dos décadas, luego de firmado el tratado de paz entre los bandos en conflicto.