(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Hugo Coya

La historia nacional es pródiga, lamentablemente, en capítulos dolorosos en los que no faltan el odio, la intolerancia, el fanatismo, la muerte y la destrucción, como aquel oscuro episodio ocurrido hace 26 años y que, a pesar del tiempo transcurrido, recién parece que comenzaremos a cerrar con la cadena perpetua impuesta a los cabecillas del grupo terrorista Sendero Luminoso.

Hasta algunos días atrás, los peruanos observábamos agobiados por la misma fatiga, la misma tristeza, la misma desazón cómo transcurrían los años y los responsables conseguían escabullirse entre las rendijas legales para evitar la condena y mantener su impunidad ante lo sucedido aquella fatídica noche del 16 de julio de 1992 en la calle Tarata cuando la explosión de un coche-bomba segó la vida de 25 personas, provocó la desaparición de otras cinco, causó heridas a 155 y pérdidas por más de US$3 millones, según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

Hoy como ayer, los pronósticos no eran optimistas, menos en tiempos en que la difusión de audios ha desnudado la podredumbre que rodea a numerosos magistrados y los tribunales.

Las posibilidades de que los peruanos recibiéramos un nuevo escupitajo en medio de la cara y que aquellos sentados en el banquillo consiguieran su objetivo no eran pequeñas. Algunos juristas temían, incluso, que una absolución en este juicio pudiese abrir el camino para la revisión de otras condenas.

Todo cambió, sin embargo, el martes pasado, víspera del aniversario de la captura de Abimael Guzmán, cuando la Sala Penal Nacional puso punto final a la agonía y nos hizo recuperar la esperanza.

Como a muchos les debe haber sucedido en el momento en el que la justicia decidió colocarse letras mayúsculas y hacer honor a su nombre, no pude dejar de pensar en los miles de peruanos a quienes asesinaron o que perdieron la vida por culpa de Guzmán y en los otros nueve implicados que ahora, gracias al fallo, pasarán sus días entre rejas. Resulta imposible no forjar filiaciones emotivas con las víctimas y menos si, como en mi caso, conocí a una de ellas.

En el preciso instante que escuchaba la condena, la imagen de Pedro Cava Arangoitia resurgió de ese altillo ruinoso en que muchas veces se convierte nuestra memoria y mi mente deambuló por los momentos que compartimos juntos, los instantes de dolor que sufrieron y sufren todavía sus familiares ante la repentina partida de aquel dentista de 27 años, ex alumno del Colegio Maristas, graduado de la Facultad de Odontología de la Universidad de San Marcos y que partió de manera tan abrupta por culpa de sus asesinos.

Tendría 53 años. Quizás con hijos, algunas arrugas, ciertas canas, disfrutando de esa vida promisoria que ya se manifestaba en aquella época y que no pudo vivir porque se la arrebataron de repente.

Recordé a su padre, don Oswaldo Cava Gárate, quien, en lugar de desplomarse por el dolor de tener que despedir a su hijo más joven, salió a las calles a combatir la indiferencia y, enfundando la razón y su profunda fe religiosa como únicas armas, se puso al frente de la Marcha por la Paz y la Vida, que fulminó divisiones sociales y económicas para hacernos entender que el drama de Villa El Salvador, de Miraflores, de Huamanga y de otras localidades era de todos, de un mismo país.

Repasé entonces el testimonio del hermano mayor de Pedro a la Comisión de la Verdad y Reconciliación el 22 de junio del 2002, que me conmovió profundamente cuando lo escuché por primera vez y que simboliza, supongo, el sentimiento que debe embargar a muchos que como él perdieron injustamente a un familiar durante los años del terrorismo.

En su relato, Oswaldo Cava Arangoitia contó que esa noche dejó a su hermano Pedro para que atendiera a un último paciente en el consultorio dental de la familia mientras salía a comprar y, en su camino, escuchó un estallido que le pareció distante. Repuesto de la confusión inicial, regresó al lugar del que se había marchado tan solo 30 minutos antes para descubrir, en medio de la oscuridad y los ojos nublados por el humo, que no existía más.

Al principio, ni siquiera pudo reconocer el edificio donde trabajaba hacía tiempo y sospechó estar en la calle equivocada ya que se había convertido en un fantasmal amasijo sin paredes, penetrado por un aire inmóvil cargado de un fuerte olor a explosivos y rodeado por las llamas.

Aún con dudas, se apresuró a contar con los dedos los pisos para identificar en cuál trabajaba y empezó a subir las escaleras en medio de la penumbra en busca de su hermano, topándose en el trayecto con cadáveres mutilados y personas heridas. Lo encontró y pudo ayudar en su traslado al hospital, pero Pedro no resistió y falleció al poco tiempo.

Por más que intentemos ponernos en los zapatos de quienes perdieron a los suyos en circunstancias similares, jamás podremos. Solo podemos intuir qué sienten esas personas a partir de su testimonio.

“A veces la felicidad la tenemos todos los días, todo el tiempo y sin embargo no la saboreamos. El simple hecho de dar un beso a un padre, a una madre, a un hermano, a un hijo, a una esposa. Ese es un regalo, que a veces, muchas veces, tienen que pasar tragedias, para que digamos: caramba por qué no le dije que lo quería, porque no podía yo haber sido más cariñoso, porque no trabajé un poquito más por ella o por ellos, en fin”, les dijo, Oswaldo.

Nada les devolverá la vida a Pedro ni a todos aquellos que cayeron como él en Tarata u otros lugares, pero al menos este fallo podrá servir, quizás, de bálsamo para el dolor inconmensurable de sus familiares y amigos, y de aliciente para quienes batallan a diario por la memoria y la justicia en el Perú.