Foto: Archivo.
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Editorial El Comercio

Una de las circunstancias especiales que podrían justificar una intervención del Estado en la economía –concretamente en lo que se refiere a las relaciones entre una empresa privada y sus consumidores– es el facilitar que cierta información importante sobre bienes y servicios esté disponible de forma clara y accesible tanto para consumidores como para productores.

La , publicada en el 2013, fue aprobada justamente con ese propósito. Sin embargo, tras conocerse su contenido, quedó claro que lo único que su eventual aplicación lograría sería más bien el efecto opuesto, ya que la norma, en lugar de crear un sistema de incentivos dirigido a alinear los intereses de las empresas con los de los consumidores, se enfocó más bien en introducir sendas restricciones a la publicidad de los productos que consideraba dañinos. Es decir, en asegurarse de que los consumidores cuenten con menos información sobre estos.

Hace algunos días –tras más de cuatro años de espera–, el Ejecutivo publicó por fin el reglamento completo de esta ley (antes se habían aprobado solo algunas disposiciones específicas, que han quedado derogadas tras la introducción de esta norma). Pero pese a lo que podía esperarse de un gobierno cuya supuesta fortaleza principal está en su calidad técnica, la nueva norma no solo ahonda en las mismas premisas equivocadas de su ley de origen, sino que aporta a la confusión cambiando una vez más el criterio para determinar qué producto es saludable.

Al tratarse de un tema tan sensible, dos asuntos que debían tenerse claros desde un inicio eran, por un lado, quién sería la autoridad que fijaría los parámetros para determinar qué oferta es más o menos saludable y, por otro, cómo es que debería presentarse la información en el producto de modo que se cumpla con el objetivo de informar mejor.

En cuanto a lo primero, no obstante, lo cierto es que la ley nunca tuvo un panorama claro. Primero, la propia ley estableció que estos parámetros se basarían en un conjunto de recomendaciones emitidas por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Más adelante, en el 2015, se determinó vía decreto supremo que los parámetros debían seguir lo establecido en un documento específico de la OPS; pero un año más tarde el Minsa propuso que se siga más bien otro documento, también de la OPS. Y ahora, en el nuevo reglamento, lo que se ha decidido utilizar es el “modelo chileno” (según indicó la propia ministra de Salud), que plantea una matriz de parámetros con variaciones a los criterios de la OMS y la OPS.

El problema con estas idas y vueltas es que, si los parámetros sobre qué tipo de comida debe llevar advertencias varían con tanta frecuencia, es difícil pensar que realmente se esté ayudando a los consumidores a tomar mejores decisiones sobre qué alimentos ingerir. La cantidad de grasas saturadas considerada como límite máximo en una bebida para que no se apliquen advertencias, por ejemplo, ha pasado de ser 0,75 g por cada 100 ml en el 2015 a 3 g por cada 100 ml en el nuevo reglamento (que aún no entra en vigencia).

Por otro lado, en lo que respecta a cómo debe presentarse la información de las advertencias, la nueva norma ha dispuesto que ello se regulará en un “manual de advertencias publicitarias” a publicarse posteriormente. Es decir, ha pospuesto el problema. Pero algunas disposiciones iniciales que sí se recogen –como el establecer que en la publicidad de un producto las advertencias deben ocupar un área de hasta el 15% del tamaño del anuncio– permiten sospechar que se seguiría con la misma lógica paternalista de la ley original, orientada sobre todo a establecer restricciones a la publicidad.

Como decíamos al inicio, una intervención estatal eficiente en este ámbito podría ayudar tanto a consumidores como a productores a contar con mejor información. Pero si lo que va a hacerse es limitarla, convendría más abstenerse de ‘ayudar’.