(Foto: El Comercio)
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Editorial El Comercio

La destrucción causada por el reciente  en suscitó un marcado y meritorio espíritu de solidaridad en otros países de la región. Desde Chile hasta Panamá y Estados Unidos, los envíos de ayuda para hacer frente a la emergencia –como socorristas, canes entrenados y equipos para el corte de estructuras colapsadas– llegaron a aeropuertos mexicanos.

En el Perú, las noticias del fuerte mezclaron sentimientos de empatía, temor y también algo de culpa. Se hacía patente, nuevamente y en boca de los expertos, que las principales ciudades del país no estaban listas para enfrentar un terremoto de tal intensidad. Tenemos, pues, la sensación de no haber repasado la lección y continuar sin hacerlo aun a sabiendas de que el examen se acerca inexorablemente. Según el Instituto Geofísico del Perú (IGP), en la costa central del país se viene acumulando energía necesaria para generar un terremoto de entre 8,5 y 8,8 grados. Por su parte, Indeci anticipa que un sismo de 8 grados dejaría 51 mil muertos en Lima, además de 686 mil heridos, 200 mil viviendas colapsadas y 348 mil altamente afectadas.

Las causas de nuestra vulnerabilidad son diversas (las casonas viejas y pobremente mantenidas en el Centro Histórico son motivo de riesgo, por ejemplo), pero la prevalencia de la autoconstrucción es sin duda una de las principales. La Cámara Peruana de la Construcción (Capeco) estima que el 60% de viviendas en Lima (aproximadamente un millón) son producto de la autoconstrucción y por lo tanto tremendamente vulnerables a movimientos telúricos. Entre los 49 distritos de Lima y Callao, el más vulnerable es Villa El Salvador, donde casi el 90% de las viviendas colapsaría.

Al igual que en otros aspectos, esto es en parte consecuencia de un país fragmentado que fluctúa entre, por un lado, la sobrerregulación para el reducido sector formal y, por el otro, el abandono e indolencia total para el mayoritario sector informal. Mientras que Defensa Civil y las inspecciones municipales en los distritos de más recursos se cercioran de que las puertas de emergencia tengan un tamaño determinado y las edificaciones cumplan con tener los materiales más resistentes, en la periferia de Lima ciudades enteras se levantan sin certificación alguna. Los paralelos con otros aspectos de la vida nacional como el mercado laboral –donde los formales enfrentan el duro peso de la burocracia mientras los informales pueden trabajar encerrados en un contenedor– son inevitables.

Según declaró hace un tiempo Guillermo Zavala, docente del Departamento de Ingeniería de la PUCP, los 150 mil fallecidos del terremoto de Haití del 2010 se debieron en buena cuenta a la precariedad de sus construcciones. “Y en Chile, con terremotos mucho más fuertes, no tienen tantas víctimas. Las construcciones en nuestros distritos tradicionales se asemejan más a lo que encontramos en Chile, pero el resto se asemeja más a lo que encontramos en Haití”, concluyó.

Y si no es suficiente la experiencia ajena, los estragos ocasionados por el fenómeno de El Niño costero ya debieron poner sobre alerta a las autoridades y a la población respecto de los riesgos de pasar por alto una regulación y fiscalización mínimas, pero masivas, respecto de cómo construir y dónde construir.

Llegado este punto –en el que no solo Lima sino la mayoría de ciudades costeras tienen un altísimo porcentaje de edificaciones en riesgo–, la tarea para autoridades y población es titánica pero justificada por la magnitud del peligro. Porque para cuando el remezón finalmente nos despierte ya será demasiado tarde.