Ilustración: Víctor Aguilar
Ilustración: Víctor Aguilar
Franco Giuffra

Tal vez no se sepa, pero existe casi una ciencia de la regulación. Estándares para evaluar su calidad y mejorar el proceso de emitirlas, aplicables a la producción normativa de los distintos niveles de gobierno de un país. Hay incluso programas en universidades extranjeras en los que es posible estudiar “regulación”.

Al Perú, que tiene ahora la ilusión por integrar el club de la OCDE, le deberían interesar, en ese respecto, las directivas que esa entidad internacional ha emitido para sus países miembros. En particular, el documento del 2012 que lleva por título “Recommendation of the council on regulatory policy and governance” (“Recomendación del consejo sobre política y gobernanza regulatoria”).

Allí puede leerse la importancia que los países con los que queremos codearnos asignan a la evaluación normativa. No solo la que se aplica de manera previa a la emisión de una ley, decreto u ordenanza (los llamados “análisis del impacto regulatorio”), sino la evaluación posterior de lo que se pretendía lograr versus lo que finalmente se obtuvo.

La mala calidad de los análisis costo-beneficio ex ante de nuestra normatividad es proverbial, señaladamente en la producción legislativa del Congreso. Es conocida la fórmula de redacción que los legisladores introducen, solo por cumplir, en sus proyectos.

La autógrafa de la Ley que Promueve el Desarrollo de la Ganadería Lechera, que prohíbe la importación de leche en polvo para recombinarla, es un buen ejemplo. Cuatro proyectos de ley sirvieron como antecedentes para esa norma. Los cuatro enumeran los amplios y diversos beneficios de la regulación propuesta y ninguno menciona un solo costo.

Las cosas positivas incluyen el crecimiento de la producción lechera, el aumento de la recaudación, la mejora en el nivel de vida de los ganaderos, la generación de empleo y hasta el incremento en el consumo de leche en todo el país. Todo sin causar ningún efecto negativo.

Es cierto que elaborar un buen análisis costo-beneficio es muy complicado. La exigencia de precisar numéricamente todos los impactos posibles, positivos y negativos, no parece realista. Pero una enumeración arbitraria de puros beneficios sin justificación es inaceptable.

En lugar de intentar una cuantificación detallada, un estándar de buena calidad regulatoria permite otras alternativas. Por ejemplo, los legisladores pueden describir los impactos de manera cualitativa y sugerir si serán leves, moderados o importantes. Así como proponer algunas métricas que se pueden revisar posteriormente y establecer un plazo razonable para la evaluación futura.

La evaluación posterior es crítica como práctica de calidad regulatoria porque se reducen las suposiciones y los números hablan mejor. Es algo que entre nosotros casi nunca hacemos. Las normas importantes deben decir qué buscan alcanzar, en qué medidas aproximadas y cuándo se debe medir su impacto.

En marzo del 2015, por ejemplo, el gobierno de Ollanta Humala anunció que con los nuevos beneficios tributarios la inversión en investigación y desarrollo se duplicaría en dos años. En junio de ese año se publicó el reglamento respectivo y el reloj empezó a correr.

En todo el 2016 solo 12 empresas accedieron al beneficio. Las cifras del 2017 no las ha publicado Concytec, pero es claro que el objetivo original no se ha cumplido ni remotamente. La norma no consiguió lo que prometía. Seguramente porque las empresas no están interesadas en innovar sometidas a un trámite burocrático.

Una revisión sistemática de regulaciones que tienen así de claros sus plazos y objetivos hubiera revisado o eliminado esta norma oportunamente. Ahora lo más seguro es que se quede flotando hasta la eternidad.