El caso de Cambridge Analytica trajo a colación la cuestión: ¿cuántas otras aplicaciones han 'traficado' con datos que han recolectado de los usuarios de Facebook? (Foto: AFP)
El caso de Cambridge Analytica trajo a colación la cuestión: ¿cuántas otras aplicaciones han 'traficado' con datos que han recolectado de los usuarios de Facebook? (Foto: AFP)
Andrés Calderón

Lo que más me sorprende del escándalo de y es que haya sorprendido a tanta gente.

En sencillo –y en oposición a lo que muchos medios entendieron–: no hubo filtración ni robo de los datos de millones de usuarios de Facebook. Se trata más bien de una empresa (Cambridge Analytica) que aprovechó (i) la forma “despreocupada” en que las personas compartimos datos en Facebook, y aceptamos condiciones sin leer, al punto de permitir a cientos de aplicaciones el acceso a nuestros perfiles públicos y los de nuestros amigos, y (ii) la forma permisiva en que Facebook admitía que estas aplicaciones pudieran recolectar masivamente esta data y utilizarla. Cambridge Analytica, consultora que trabajó en la campaña presidencial de Donald Trump, la utilizó para desarrollar anuncios políticos contratados con un contenido y presentación acorde al perfil de cada usuario.

Tan negligentes fuimos y tan permisivo Facebook que Cambridge Analytica acumuló los datos de 87 millones de personas.

La magnitud de la data recolectada nos podría sorprender. La posibilidad y la estrategia utilizadas, no. El perfilamiento de usuarios en Internet y el uso de publicidad dirigida (‘target advertising’) existen hace años. Y hace años también proliferan miles de aplicaciones a las que cándidamente les entregamos nuestros datos, solo para saber a qué rostro famoso se parece el nuestro. Claro, quizá no todos sepan esto. Quizá algún despistado no advierta que los anuncios de viagra que le aparecen en su navegador responden a su propio perfil de búsquedas online. Pero, ¿cuál es la excusa para tantos periodistas, especialistas en privacidad, expertos en redes sociales, hoy escandalizados?

Lo anterior no exime, por supuesto, la acumulación masiva de datos para diseñar anuncios que más parecen un homenaje a las ‘fake news’. Ni condona la dejadez de una compañía a la que no le preocupó –si no hasta después del escándalo– cerrar un poquito la puerta a quienes fácilmente podían conseguir la data de sus miles de millones de usuarios. Mi punto es que esto no era imprevisible, como tampoco creo que el caso de Cambridge Analytica sea único.

Por eso, me llama también la atención el paso fácil de la indignación masiva a la urgencia irresponsable. Algunos activistas ya piden la muerte de Facebook, y “The New York Times” clama en su editorial por una regulación de la privacidad al estilo europeo (GDPR).

Los países que ya contamos con normas de protección de datos personales similares a la europea sabemos que ese tipo de regulaciones dista mucho de ser el camino a la salvación de la privacidad. Larguísimos formatos de consentimiento que nadie lee, reglas de notificación y solicitudes de permiso que nos avisan que nuestra cuenta de correo está almacenada en algún lugar de Condom, Francia, previa escala en Horneytown, Carolina del Norte, y un “derecho al olvido” que puede servir para eliminar información de Internet, difícilmente mejoran la situación. Al menos, no para los usuarios.

P.D.: Más allá del efecto nostálgico, ¿cómo pueden indignarse algunos porque el Indecopi ordenó la suspensión de la venta de un álbum que, según la resolución, ni siquiera contaba con los derechos de las fotografías que utilizaba para sus figuritas (ni qué decir de los derechos de imagen de los jugadores)? Me hace recordar las épocas en que en el interior de los estadios de fútbol se vendían camisetas bambas de los equipos. ¡Cómo nos gusta la informalidad!