(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
(Ilustración: Víctor Aguilar Rúa).
Carlos Meléndez

La semana pasada señalé que toda reforma política exitosa requiere, al menos, tres elementos: un relato político articulador, propuestas de regulaciones funcionales y legitimidad social. Con tales criterios analicé el proceso de reforma política iniciado por el gobierno de Martín Vizcarra, centrándome en lo que he denominado la “primera fase”.

El primer paquete de reforma política de Vizcarra –resumo– tuvo una poderosa narrativa política (descentralista y paritaria) liderada por el renunciante César Villanueva. Aunque también una deriva populista desafortunada al prohibir la reelección congresal. Ensayó un esfuerzo de legitimidad popular, esculpida bajo el referéndum de diciembre último. Pero este mecanismo de democracia directa –tan adecuado en sociedades informalizadas como la peruana y en contextos de crisis de la representación política– resultó más útil para legitimar al presidente reemplazante que para promover una reforma institucional sensata.

Aunque técnicamente perjudiciales, dos de los cuatro temas consultados a la ciudadanía –mantener unicameralidad sin reformados distritos electorales y prohibir la reelección congresal– tradujeron el rechazo contra el Congreso en popularidad presidencial. El debate público en torno a estos cambios institucionales fue artificial y estuvo maniatado bajo las divisas del fujimorismo/antifujimorismo. Fue delegativo en su peor sentido: personalista y emotivo, más que racional y discernible. Por ello siempre quedará la duda de si la reforma urgía por una razón de Estado o por razón de popularidad. Ambas motivaciones no son excluyentes, si bien los énfasis marcan el sentido y los objetivos de las modificaciones.

Tampoco, y de ninguna forma, las manías y obsesiones de los expertos otorgan legitimidad social. Tan preciado soporte se obtiene bajo dos modalidades. La falaz consiste en hacerlo a través de un mandatario que disponga su popularidad al servicio de la deliberación pública. Con una aprobación en caída y con un evidente desconocimiento sobre el tema, este escenario parece improbable para la “segunda fase” reformista de Vizcarra. La apropiada consiste en un proceso participativo, descentralizado, pluriclasista, incluyente, sin sesgo ideológico ni sociodemográfico. El reto es apabullante en una sociedad sin partidos representativos, con una sociedad civil elitizada y con una de las academias más pobres del continente.

Nuestra reforma política debería trascender el enclaustramiento establecido por las pugnas entre el Ejecutivo y el Legislativo. Debería sacudirse del rapto de politólogos y constitucionalistas, de comisiones de alto nivel y baja representatividad. Ello implica salir de los escritorios y pisar las calles, atestiguar la cotidianidad del ciudadano promedio. Nos hemos olvidado de preguntarle a la sociedad civil desorganizada –ya sabemos cómo piensa la sociedad civil de cafetín– cómo diseñar nuestras instituciones políticas, económicas y tributarias. Mas ese peruano “de a pie” inadvertido, desafecto, quien cree que “deben irse todos” los políticos, ese peruano ha de ser la inspiración y la premisa de cualquier reforma funcional. Es posible y profundamente necesario enmendar tamaña omisión; estamos ante una oportunidad real. De otro modo, estaremos ante una reforma que engrosará la larga lista de oportunidades perdidas de nuestra historia.