El dictamen fue aprobado por mayoría y pasaría a debatirse en el pleno dentro de dos semanas. (Foto: Archivo)
El dictamen fue aprobado por mayoría y pasaría a debatirse en el pleno dentro de dos semanas. (Foto: Archivo)
Patricia del Río

El más carnal de los siete pecados capitales alude a esa vieja pulsión humana de atragantarnos con cuanta comida y bebida nos entre en el cuerpo. Gula deriva del latín gluttiere que significa ‘tragar’, y digamos que, si de tragar se trata, no hay civilización que se salve. De los romanos heredamos el término bacanal para describir esas juergas desenfrenadas que en su momento eran en honor al dios Baco. El siglo XVI nos dejó el adjetivo ‘pantagruélico’, tan útil para describir abundantes comilonas, gracias al personaje de Rabelais, el gigante tragón Pantagruel.

Franccesca Rigotti, en su estudio sobre la gula, señala que con el paso del tiempo y la secularización de la civilización, este vicio, más ligado al desenfreno y la incapacidad de autocontrol que al hambre, ha adquirido nuevas caras. Antiguamente gordos eran los ricos y poderosos. Tragaban los reyes, los papas, los emperadores y todos los que tuvieran con qué costearse jabalís o ciervos crujientes.

Hoy, en cambio, la gula ha dejado de considerarse un pecado contra dios, para ser considerada una enfermedad, una desgracia que ataca a quienes por herencia, mala educación, pésimos hábitos o falta de recursos consumen alimentos altos en grasas, azúcares y poco nutritivos.

Estantes en los supermercados llenos de comida que solo engorda, cadenas de fast food al servicio de una generación que todo lo quiere rápido y fácil, oferta ambulante de comida insalubre, son las nuevas tentaciones de una población que cada vez come más, come peor y luce espantosamente obesa.

Según la OMS, la obesidad se ha triplicado desde 1975. En nuestro país, el 18% de niños de 6 a 9 años tiene sobrepeso y el 11% son obesos. Los mayores estamos peor: a 2 de 3 nos sobran demasiados kilos. Está clarísimo que la gordura dejó de ser símbolo de opulencia, y se instaló entre ricos y pobres sin distinción, cuando la oferta dañina se volvió accesible y barata.

Si bien la decisión de qué nos llevamos a la boca es y debe ser siempre nuestra, resulta evidente que necesitamos un cambio de hábitos que pase por la educación y por la información clara y precisa. Si comemos un chocolate sabemos que tiene mucho dulce, pero ¿cómo adivinamos que el kétchup, el pan blanco, los aderezos para ensaladas y hasta los productos light contienen azúcar que se va acumulando como dinamita en nuestro cuerpo?

La única manera es que la etiqueta lo diga con absoluta claridad. Sin embargo, algunos congresistas están a punto de desechar una ley de etiquetado, clara y precisa, para sustituirla por otra opaca y confusa. Pareciera que atarantados por su apetito de poder, quieren condenar a los peruanos a ese infierno en la tierra que significa vivir con sobrepeso, padecer diabetes o desarrollar algún cáncer que nos terminará matando, no por culpa de la gula, sino por no saber con qué nos estamos atragantando.