(Ilustración: Mónica González).
(Ilustración: Mónica González).
Mario Ghibellini

Abrumada por sus cuitas políticas y judiciales, esta semana la señora se presentó ante la prensa para contarle al país que ha atravesado por una singular conversión. Según ella, en medio de la dura experiencia que supuso el encierro de la detención preliminar, le preguntó a Dios por qué le estaba ocurriendo todo aquello y, de a pocos, fue encontrando la respuesta. “En el peor momento de mi vida, vi que el odio y la confrontación no solo me estaban haciendo daño a mí y a mi familia: dañaban a todos”, confesó. Y reconfortada entonces por “la gran bendición de sentir unidad nuevamente” y poder abrazar a sus hermanos, se sintió comprometida a promover “un verdadero reencuentro entre todos los sectores políticos, entre todos los peruanos”.

“Terminemos juntos esta guerra política, reconociendo que todos hemos sido parte de ella. Hagámoslo por el país, hagámoslo por nuestros hijos”, sentenció en el pasaje más emotivo de su testimonio. Y por lo menos el buen Mark Vito pareció a punto de soltar el nudo que le oprimía la garganta.

—Ebonita refractaria—

El episodio que narró la líder de califica por cierto como uno de esos trances que la literatura religiosa describe como ‘ver la luz’. Pero, como suele suceder también con esos relatos, lamentablemente no todos los que lo escucharon quedaron convencidos. Algunos escépticos, de hecho, se han apresurado a demandarle pruebas; sobre todo en lo que concierne a aquello de los abrazos con los hermanos.

En el acápite netamente político de su mensaje, además, incluyó ella algunos anuncios que, contrastados luego con la realidad, invitan a la duda. Proclamó, por ejemplo, que, a efectos de contribuir al cese de los enfrentamientos, realizaría cambios en su partido. Pero si uno revisa la nómina de los integrantes del Comité de Emergencia que se designó dos días después para reestructurar la organización, se topa con buena parte de la fuerza de choque fujimorista en el Congreso. Colocar en ese supuesto cuerpo de paz a parlamentarios como Miguel Torres, Úrsula Letona, Karina Beteta o la amiga Cecilia Chacón constituye, efectivamente, un contrasentido que bien podrían haber expresado con el grito de guerra: ‘A más calumnias, más keikismo’.

Cuestión aparte, dicho sea de paso, es la que plantea la circunstancia de que, en medio de tantos cambios partidarios para enmendar los excesos y desaciertos del pasado reciente, la única pieza que no sea removida sea el motor inmóvil de todos ellos. Es decir, la propia Keiko.

No se puede ignorar, por otra parte, que este presunto acto de contrición no solo tiene como antesala la detención padecida por la señora Fujimori. Ahí está también la revuelta protagonizada dentro de la ‘bankada’ por un numeroso grupo de congresistas, más grises que naranja, hartos de ser arrastrados a una reyerta que ya ni siquiera les ofrece la brumosa promesa de una posible reelección en el 2021 como recompensa; y que, según se comenta en el Hall de los Pasos Perdidos, han exigido la muda de actitud para empezar a considerar si podrían quedarse en el fujimorismo.

Al ver a su otrora soberbia soberana disminuida de pronto en el encierro, parecerían haber comprendido por fin lo obvio. Esto es, que el poder del que ella se envanecía radicaba en realidad en los votos que ellos aportaban –y podrían no seguir aportando– en el Legislativo.

Y así, complacidos, habrían descubierto que esa larga estructura de ebonita refractaria que durante estos dos años han estado sintiendo en las manos es el mango de una sartén.

Esa misma brusca conciencia debe de haber cobrado, aunque desde dentro del plato del referido artículo de cocina, la encallecida dirigencia fujimorista y, particularmente, la líder del partido. Lo que, disculparán ustedes la suspicacia, nos mueve a pensar que la conversión de Keiko puede haber tenido una motivación distinta a la enunciada por ella.

—Acto de contrición—

Cuenta el Nuevo Testamento que, allá por el primer siglo de nuestra era y antes de transformarse en San Pablo, Pablo de Tarso perseguía cristianos por cuenta del sanedrín. Un día que se encontraba en ese menester, sin embargo, un resplandor cayó del cielo derribándolo de su caballo y una voz de origen divino le reveló que su destino era más bien convertirse en un impulsor y, a la larga, un mártir de la causa que acosaba.

Desde entonces, caerse del caballo y ‘ver la luz’ han sido asumidas por el común de la gente como una sola cosa, cuando en verdad no lo son. La señora Fujimori, por ejemplo, claramente se ha caído del caballo. Que haya visto la luz, en cambio, es más dudoso.

Del accidente ecuestre dan noticia su ánimo abollado y el hecho de que los miembros de la bancada naranja ya no miren instintivamente hacia arriba cuando quieren divisarla. Del hipotético evento luminoso, solo el asentimiento emocionado con el que el ya mencionado señor Villanella acompasaba los periodos oratorios del discurso de su esposa durante su presentación de esta semana.

Así, pues, serán finalmente los gestos políticos que a partir de ahora la líder de Fuerza Popular adopte –o sugiera muuuy educadamente a su bancada adoptar– lo que determine si alguien más acabará sumándose a la lista de los que creen en la sinceridad de su conversión, o si la mayoría continuará bajo la impresión, imperante en estos días, de que su pretendido acto de contrición tuvo más de lo primero que de lo segundo.