Entre la guerra o la paz optará por la segunda dada la notoria pérdida de popularidad que la aflige.
Entre la guerra o la paz optará por la segunda dada la notoria pérdida de popularidad que la aflige.
Maria Alejandra Campos

Los políticos fujimoristas del último quinquenio son un caso raro. En lugar de tratar de alcanzar el poder o mantenerse en él, parecen empeñados en destruir el poco capital político que les queda. No siempre fue así. En el período posterior a perder la elección presidencial del 2011, tuvo una lectura correcta del panorama. No logró ganar, porque su núcleo duro era muy pequeño frente al antifujimorismo: tan solo contaba con el apoyo consistente de alrededor de 20% de la población. Ante ello optó por asumir un perfil bajo y realizar trabajo con las bases en el interior del país. Su bancada de 37 congresistas fue opositora al gobierno, pero no tenía los votos para ser considerada obstruccionista. El resultado fueron 10 puntos más de intención de voto en el año previo a las elecciones del 2016. No le sirvió para ganar, pero sí para consolidar al fujimorismo como la principal fuerza política del país y para lograr la mayoría absoluta en el Congreso.

En cambio, hoy su necedad de continuar con una política de confrontación carece de sentido. No solo lo demuestra el 81% que desaprueba la labor de la bancada de en el Congreso, sino que es literalmente lo que responde la opinión pública cuando se le pregunta qué debería hacer el partido en este 2019: 76% pide que asuma un rol dialogante y conciliador con el gobierno. El porcentaje es aun mayor entre aquellos que aprueban a la bancada (86%) y entre los que simpatizan con Keiko Fujimori (92%); es decir, los pocos fujimoristas que quedan piden un nuevo fujimorismo.

Sin embargo, a estas alturas un fujimorismo dialogante parece un oxímoron. Fuerza Popular es incapaz de dejar la bilis de lado en aras de su supervivencia política. Más allá del Caso Lava Jato, en el que tienen un evidente conflicto de interés, se empeñan en demorar la ley orgánica de la Junta Nacional de Justicia o la aprobación de los proyectos que forman parte de la reforma del sistema de justicia.

Es por ello que la única alternativa para los que buscan la supervivencia política ha sido separarse de la bancada. Daniel Salaverry es un excelente ejemplo de cómo haber pertenecido a Fuerza Popular es un estigma que puede ser superado con un poco de sentido común. El presidente del Congreso, que empezó con una de las aprobaciones más bajas del siglo y fue una figura fulgurante del fujimorismo más agresivo, ha multiplicado su aprobación inicial, que no ha dejado de subir desde que rompió palitos con su bancada. Su estrategia ha consistido en apoyar las iniciativas del Ejecutivo que tenían eco en la ciudadanía y en tener una actitud más abierta con el resto de bancadas.

A menos que logren ponerle algún candado a la formación de nuevas agrupaciones en el Congreso, parece inevitable que la bancada naranja continúe desarmándose en lo que queda del gobierno. La irracionalidad de su manejo parlamentario colisiona con el instinto de supervivencia política de muchos de sus miembros. Sin reelección y con el ínfimo respaldo popular con el que cuenta Keiko Fujimori, el partido tiene muy poco que ofrecer a sus congresistas.