(Foto: AFP)
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Jaime de Althaus

El fútbol produce el milagro de la unidad nacional. Hermana e iguala a todos, elimina las diferencias. Menos en la política nacional. Allí hemos ingresado en una guerra intestina que se alimenta a sí misma. En una espiral de excesos ya fuera de control, que pueden tener un efecto catastrófico en la institucionalidad y en la estabilidad política del país.

Parte del origen está en ese sifón externo abierto de delaciones que viene del Brasil y que inyecta gasolina interesada al fuego. Brasil, con su política estatal de penetración económica y control político, instrumentada por y otras empresas, ha sido la madre de la gran corrupción que ahora alcanza a todos los políticos, devastando cualquier credibilidad. El daño al país ha sido inconmensurable, y la cancillería no ha protestado. Pero la institucionalidad nacional, en lugar de procesar los casos con inteligencia y justicia, se deja arrastrar al torbellino. La gente no distingue niveles de culpa y todos son lo mismo: Toledo –el peor de todos–, que pidió él mismo, sin que nadie le ofreciera, en un acto de megaextorsión, 35 millones de dólares, y Alan García, Keiko Fujimori o PPK, que no se sabe con certeza si realmente recibieron ni qué cantidad para sus campañas electorales –algo que en sí mismo no es ni siquiera delito–, hasta los 3 millones que sí recibió Humala acaso como una compra de decisiones futuras.

Ante las revelaciones de todo calibre y verosimilitud, la gente reclama cabezas de turco y entonces la fiscalía y el Poder Judicial no se contienen en sus límites y encierran preventivamente a Humala y su esposa cometiendo un abuso, y a Keiko Fujimori y su partido los investigan como organización criminal por el asunto de los cocteles (¡hay más de 1.000 personas citadas por la fiscalía, algo ridículo!). Esa decisión desmedida despierta las pulsiones autoritarias de Fuerza Popular, que se venga sin proporción aprobando una investigación al fiscal de la Nación para destituirlo, algo que rompería la división de poderes a favor de una dictadura parlamentaria. Y lo hace con el argumento desmentido de que no está investigando a las empresas consorciadas (Graña y Montero y otras), desconociendo que corroborar la información es la fase anterior a la investigación preliminar cuando hay colaboración eficaz.

No solo eso, la ira contra las mencionadas empresas –que viene de la derrota electoral– no se detiene hasta incorporarlas al D.U. 003, un certero tiro mortal contra ellas porque las condena a la quiebra, a no poder pagar sus deudas ni a sus proveedores. En lugar de poner la mira en los presuntos corruptores, en los directivos, se destruye a las empresas, cuyas decenas de miles de trabajadores no tienen culpa alguna pero van a perder sus empleos. Una bomba atómica con efectos colaterales terribles, que se suma al pésimo manejo que ya se ha hecho de los proyectos de Odebrecht.

En el fútbol queremos ser. En la política queremos no ser.

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