(Ilustración: Giovanni Tazza / El Comercio)
(Ilustración: Giovanni Tazza / El Comercio)
Diana Seminario

Hace una semana, parecía que nos encontrábamos al borde de una crisis sin precedentes. El presidente anunció la presentación de una cuestión de confianza al Congreso para que se aprobaran los cuatro proyectos de reforma constitucional.

Los augurios no eran de los mejores, las barras bravas bramaban “¡cierre el Congreso!”, mientras que la oposición evaluaba la medida. Reconocidos y respetados constitucionalistas advertían que el anuncio de Vizcarra no se ajustaba a la Carta Magna, pues no se puede hacer cuestión de confianza por reformas constitucionales, sino por una política de gobierno (o varias). Los decibeles bajaron luego de la reunión de voceros parlamentarios en Palacio de Gobierno.

El miércoles, tras la presentación del primer ministro César Villanueva ante el pleno del Congreso, finalmente se otorgó el voto de confianza solicitado de forma oficial por el presidente del Consejo de Ministros, como lo establece la Constitución.

La confianza se otorgó en base a los ejes 1 y 2 de la política general del Gobierno que se sustentan en los “cuatro proyectos de ley de reforma constitucional presentados por el Ejecutivo al Congreso”.

La sangre no llegó al río, y la celeridad y el cronograma planteado incluso antes de la cuestión de confianza se están cumpliendo. Resulta evidente que la abstención del fujimorismo para la aprobación de la reforma del CNM gatilló la decisión del presidente Martín Vizcarra para dar el mensaje a la nación del domingo pasado.

No estamos para experimentos que pongan en riesgo nuestra institucionalidad democrática. No es serio que el primer ministro afirme sin tapujos y el mismo día de su comparecencia ante el pleno: “Si este Congreso no cumple con lo que debe cumplir y no le interesan los problemas nacionales, hay que cerrarlo, pues”.

Es cierto que la mayoría parlamentaria ha cometido errores por mano propia y pareciera que solos se han colocado la soga al cuello, pero eso no debe ser motivo para que no se impongan la responsabilidad y el liderazgo del Ejecutivo, que está llamado a demostrar con hechos que lo que le importa es el progreso de un país y no unos cuantos puntos en las encuestas. El error del enemigo no convierte en virtuoso al contrincante.

El país se encuentra paralizado por una guerra de facciones que no nos lleva a ninguna parte, todos se creen víctimas de conspiraciones, y hay quienes incluso se sienten los únicos capaces de luchar contra la corrupción.

La apatía se ha apoderado de los ciudadanos, a dos semanas de las elecciones municipales el tema no les interesa a muchos que pareciera van con resignación a las urnas.

Usar la bandera de “si no haces las reformas en el plazo y cómo yo quiero cierro el Congreso” es irresponsable. El país necesita inversiones y acelerar la economía, y un Parlamento con la espada de Damocles del cierre no genera confianza en el país.

A ver si hacemos un sincero mea culpa y pensamos en lo mejor para el país. No estamos en guerra, aunque pareciera que sí.