El amor que recibo de él es incondicional desde el primer momento en que lo cargué, cruzando los dedos para que mis gatos no se loquearan y pudiésemos ser una familia digna de adoptar. (Fotoilustración: Nadia Santos)
El amor que recibo de él es incondicional desde el primer momento en que lo cargué, cruzando los dedos para que mis gatos no se loquearan y pudiésemos ser una familia digna de adoptar. (Fotoilustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

Maui ha cumplido hoy tres meses y lleva siete días viviendo en mi casa.
Hace una semana que me la paso recogiendo caca con paños desinfectantes. No me importa nada.
Quería hace tanto un perrito... A Maui no lo quisieron: lo dejaron abandonado en una bolsa junto a sus hermanos. Sin nombre, hogar y sin suerte.
Desde hace meses soy parte del grupo ‘Perritos en adopción’ y cuanta sociedad del mismo corte en Facebook exista.

Hace mucho tiempo que andaba buscando a mi compañero.
Cada vez que me animaba por uno que encontraba, terminaba con múltiples argumentos válidos de desistir.
“Estás loca. No sabes lo que estás haciendo. Vas a parar estresada; tu casa, completamente meada, al igual que tus muebles. No, olvídate. ¿Quién lo va a cuidar cuando nos vayamos a la playa?”.
La mayoría de los comentarios que me dieron fueron desalentadores. Me llenaron de dudas, lo que hizo que dilatara el proceso aún más.
Felizmente hay gente como Yuliana Silvera. Ella es una animalista con una misión muy clara: poder darle un hogar responsable a cuanta mascota encuentre y lo necesite.

Gracias a Yuliana conocí a Maui, que se veía muy guapo en sus fotos en redes sociales.
“Ese quiero”, le escribí rápidamente.
Había averiguado que como en mi casa hay dos gatos (de seis y cuatro años), dueños absolutos de mis dominios, lo ideal era traer a un cachorro para que se acostumbren a él.
Debía ser también un perrito de tamaño mediano, porque vivo en un espacio pequeño. Si no, pobre animal, sin mucho lugar para sentirse libre.
Esas eran mis condiciones.

Las que le ponen al adoptante son: que sea mayor de edad, que pueda mantenerlo, que todos los miembros de la familia estén de acuerdo, que le den acceso a su casa y a su corazón y se preocupen por él en sus futuras ausencias.
Tras varios intercambios de correos y solicitudes por llenar, me trajeron al perro un martes por la tarde.
Todos estamos fascinados con Maui. Ya tiene como seis nuevos sobrenombres o apodos. Y espacio en las camas de toda la casa. Se ha ganado la confianza de Berlín, el gato macho; y aún le tiene miedo a París, mi gata, que ha recibido al cachorro con absoluto hermetismo e inusual violencia física.

Sabía que algo así pasaría porque, cuando traje a Berlín, casi lo mata.
No obstante, los días de adaptación han servido y aunque Maui aún no ha aprendido que no se hace la caca y la pila en el cuarto de mami ni de sus hermanos, ya sube y baja escaleras, salta intrépidamente de cualquier cama al suelo y se pasea por la casa como si hubiese nacido en ella.

El amor que recibo de él es incondicional desde el primer momento en que lo cargué, cruzando los dedos para que mis gatos no se loquearan y pudiésemos ser una familia digna de adoptar.
¿Qué es esa maravillosa sensación que nos hacen sentir?

Químicamente, cuando estamos con un perro, nuestro cerebro libera oxitocina, conocida como la hormona del amor, y reduce la producción de cortisol, hormona del estrés; por eso nos sentimos tan bien.
Una mascota nos ayuda a relajarnos, a ser más positivos, a tener sentido de pertenencia, a estar más activos físicamente. Al adoptar, le damos a un animal la oportunidad de tener una vida digna, como todo ser vivo merece.
Piénsenlo, les prometo que será lindísimo. //

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