Las alas que nadie debería cortarnos, por Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Las alas que nadie debería cortarnos, por Luciana Olivares. ILUSTRACIÓN: Nadia Santos.
Luciana Olivares

Había una vez una mujer que tenía alas. No de esas enormes como las de Angelina Jolie en Maléfica, pero lo suficientemente fuertes como para llevarla a donde ella quisiera. A diferencia de los cuentos que nos contaron de niños, a la protagonista de nuestra historia estas alas no le habían sido concedidas por un hada madrina usando su varita mágica mientras ella yacía plácidamente en su cuna. En realidad fue todo lo contrario.

Comenzaron a brotarle en la espalda en sus momentos más duros y complejos, en esas noches donde solo pensaba en cómo sobreponerse a la pena. Pero las alas no eran para esconderse y envolverse en su pelaje. Tampoco para escapar como una paloma espantada luego de picotear una migaja de pan. Las alas en realidad le servían para levantarse de la tierra a la que en teoría estaba destinada a pertenecer, llegar a todos esos lugares que ella soñaba conocer y hasta atreverse a hacer alguna que otra pirueta divertida que la hiciera sentir en el mismo cielo.

Podría decirte que la mujer de nuestra historia creó sus propias alas y poco a poco estaba acostumbrándose a usarlas, aunque por momentos le ganaba la duda de si en serio ella tenía las capacidades para alzar vuelo. Le invadía el miedo de caerse si es que llegaba muy alto y hasta la vergüenza de que quizás el mundo pudiera tacharla de ridícula al pretender pensar que volaba.

Llegó un día a su vida un caballero con botas de plomo que, a diferencia de la mujer con alas, lo hacían caminar siempre aferrado al piso. La mujer con alas se sentía protegida por esas enormes botas del caballero; era una sensación agradable para ella sentir que alguien cobijaba su espalda además de sus alas. Decidió confiar y contarle al caballero acerca de sus alas y de todos esos lugares que aún tenía pendiente visitar y conquistar.

El caballero en un inicio se rio incrédulamente de tan disparatada confesión, pero al darse cuenta de que quizá podría ser verdad, mostró su descontento con la posibilidad de que su ahora mujer tuviera alas. ¿Para qué volar?, ¿cuál es la necesidad de soñar con llegar alto?, ¿para qué quieres más? eran las preguntas recurrentes entre ellos.

Con el tiempo, la mujer se llenó de dudas de nuevo, de miedo y de vergüenza, y llegó a creer que el deseo de tener alas era una actitud egoísta, frívola, excesivamente ambiciosa y hasta egocéntrica. Sin alas, decidió entonces caminar por la tierra con botas de plomo provistas por su amable y gentil caballero. Tenía todo lo necesario, pero no lo que ella deseaba. El caballero, viéndola marchita y gris, a diferencia de ese efecto arcoíris que tenía en su cara cada vez que alzaba vuelo, le propuso un trato: “Vuela, pero hasta aquí nomás”. El caballero cogió su espada y la utilizó como una huincha. Le puso límites claros de altura, espacio, horarios y, por supuesto, marcó con una X toda zona que no consideraba adecuada para la mujer. Antes de cerrar el trato, le advirtió que a él no le gustaban sus alas, menos aun que las luciera, así que debía tener mucho cuidado con volar discretamente sin hacer ruido. Si era en la oscuridad, mejor. Si la aceptaba con sus alas, era porque la quería.

La mujer sin alas de pronto comenzó a sentir una comezón insoportable en la espalda mientras brotaban sus alas, esta vez más grandes y abiertas que antes. El discurso del caballero resonaba en sus oídos entreverado con un déjà vu de palabras negativas que la habían marcado en algunos momentos de su vida y que habían sido el cimiento para construir sus alas. La mujer con alas le dio un beso en la mejilla al caballero y, antes de emprender vuelo, le dijo: “Hasta aquí nomás”. //

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