"Han pasado más de tres décadas desde que Lurgio Gavilán se enroló en Sendero Luminoso". La columna de Renato Cisneros.
"Han pasado más de tres décadas desde que Lurgio Gavilán se enroló en Sendero Luminoso". La columna de Renato Cisneros.
Renato Cisneros

Han pasado más de tres décadas desde que Lurgio Gavilán se enroló en Fue en Ayacucho, 1983. Con 12 años recién cumplidos dejó la comunidad donde vivía en busca de su hermano mayor y acabó en el monte reclutado por terroristas. Dos años después, cuando ya portaba fusil y repetía consignas pro lucha armada, la columna de 15 senderistas que integraba fue emboscada por una patrulla del Ejército. Tres de sus camaradas fueron abatidos, los demás huyeron, solo él resultó capturado. El teniente al mando de la operación pudo matarlo –de hecho disparó varias veces a los lados para intimidarlo–, pero decidió salvarle la vida; es más, lo adoptó, le cortó el pelo, le colocó el uniforme militar y le enseñó castellano.

Convertido en recluta de las Fuerzas Armadas, renunció poco a poco al pensamiento Gonzalo y aprendió a combatir a sus ex compañeros de trinchera. Diez años más tarde, cansado de la vida del cuartel, Lurgio aceptó el ofrecimiento de unos sacerdotes franciscanos para irse a vivir con ellos en comunidad. Todo eso está contado en la conocida autobiografía, Memorias de un soldado desconocido (publicada originalmente en 2012, reeditada en 2017 por IEP). El impacto que recuerdo haber sentido cuando acabé esas páginas, sin embargo, no es mayor que el experimentado la semana pasada tras conversar con Lurgio, por primera vez, en un restaurante del muelle de Boston. Habíamos llegado a esa ciudad invitados por Harvard University para hablar de literatura, memoria y violencia política con profesores norteamericanos y peruanos (también participó, vía Skype, el historiador José Carlos Agüero, autor del libro Los rendidos).

Tal vez por la distancia con el Perú (las cosas difíciles suelen tratarse mejor lejos del lugar donde sucedieron) o tal vez por la disposición de ánimo o las cervezas que llevábamos encima o por todo eso junto, esa tarde Lurgio no tuvo reparos en detallar con minuciosidad los episodios que más lo han marcado. ¿No te arrepientes de haber matado?, le pregunté, olvidando por un momento que, más allá del bando que se defienda, para cualquiera que participa en una guerra sangrienta sin haberlo querido ni buscado, la única misión posible es sobrevivir. “Tanto en como en el Ejército, si no mataba, me mataban; cómo voy a arrepentirme de estar vivo”, contestó Lurgio, con su voz parsimoniosa, con esa mirada amable pero atenta, como en guardia, posible rezago de su singular condición de víctima y victimario del conflicto político.

En la misma sobremesa descubrimos un lazo: en 1995, él estudiaba como novicio franciscano en la misma facultad de Teología donde yo, tras descartar una incipiente vocación sacerdotal, completaba créditos pensando trasladarme a la Universidad de Lima. No llegamos a conocernos pero tuvimos los mismos profesores y sin duda coincidimos, quizá hasta tropezamos, en las escaleras, la biblioteca, el patio, la cafetería o la cancha de fútbol sin imaginar que tantos años más tarde estaríamos brindando al lado del río Charles de Boston, reflexionando acerca del pasado, de los hijos, de cómo nuestros caminos, siendo tan distintos en sus orígenes, han vuelto a confluir.
Además de la charla en el muelle y la conferencia en Harvard, fue magnífico compartir con él la estancia en el segundo piso de una casa de East Boston con vista a la bahía (cortesía de José Falconí, generoso profesor de Brandeis University y coleccionista compulsivo de todo lo imaginable). Desde el primer día, la rigurosa formación eclesiástica y militar del señor Gavilán se puso en evidencia: se retiraba a descansar temprano, era el primero en levantarse y cambiarse, se presentaba a la hora indicada, caminaba por los pasillos sin dar señales de que le faltase algo, tomaba sus alimentos sin chistar y departía con moderación; cada vez que yo volvía a la casa de madrugada –exhibiendo un comportamiento claramente opuesto al suyo–, él ya reposaba quietamente como en sus noches en el convento.

Espero que el próximo encuentro, buen Lurgio, ocurra en Ayacucho, acaso frente a tus alumnos de Antropología de la Universidad de Huamanga, para seguir reconstruyendo, cada uno con su prisma, ese pasado doloroso que no muere, que no pasa, que ahí está. //

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