He escrito un libro que se llama "Calma, mamá", por Lorena Salmón.
He escrito un libro que se llama "Calma, mamá", por Lorena Salmón.
Lorena Salmón

He escrito un libro que se llama Calma, mamá y muchas veces me siento una estafa, porque la calma es lo primero que pierdo alrededor de mis hijos. Y ellos alrededor de mí.

Me frustra tanto poder ayudar a otros con mis palabras y que al mismo tiempo, cuando le digo a mi hija “respira”, se ofusque tanto que termina bloqueada.

Cada vez que sus pensamientos no la dejan tranquila e irrumpen sin permiso, le repito hasta el cansancio que estos deben ser vistos como nubes o trenes: están ahí, en constante movimiento; uno los ve venir, llegan, los observamos y también los ve partir. Pero no puede (quiere) hacerme caso. Se resiste a mis consejos.

El otro día se me ocurrió que sería ideal comenzar a practicar juntas ejercicios de meditación fáciles para acostumbrarnos a poder convocar la calma cada vez que lo necesite.

Salió de mi cuarto molesta, casi llorando. “No pienso hacer mindfulness, mamá”.

Como si fuera un castigo.

Quizás debería obligarla (obligarlos: mi hijo de 14 también necesita trabajar en el manejo de sus emociones y pensamientos); la meditación no debería ser negociable en casa (en ninguna casa).
Cómo me habría encantado que a su edad estos conceptos y herramientas hubiesen llegado a mis manos. ¿Puedo ganarle a la voz criticona de mi cabeza? ¿Me duele la barriga de noche porque tengo miedo? ¿Por qué no puedo parar de pensar?

Hasta hace pocos años no me conocía realmente, solo sabía que era una intensidad absoluta, que me encantaba hacerme la víctima, llorar hasta el cansancio físico y solo lograba calmarme de tanta lágrima afuera.

Nunca me olvidaré de que una vez –hablo de mínimo siete años atrás– fui a cobrar un cheque y no pude cobrarlo porque no tenía cuenta de ahorros en la misma moneda. Me tiré al suelo del Jockey Plaza a llorar. Delante de todo el mundo. Sin vergüenza.

Todo estaba sobredimensionado en mí.

No era capaz de controlar mis emociones, solo me ofuscaba. Cuando me molestaba, trataba mal a cualquiera que estuviese cerca; piña. Qué decir de mi cabeza, siempre habitando la culpa, la angustia.

Sin duda, aproximarme a herramientas como las técnicas de respiración y la meditación me ha ayudado. Y sin duda la persona que les escribe por aquí también ha cambiado.

¿Si todavía sigo perdiendo los papeles? Claro, ya les dije que sí.

Me cuesta todavía manejar las expectativas. Es por eso que me encantaría que mi hija pudiese aprovechar lo que le intento enseñar.
Mucha gente me escribe preguntándome cómo hacer para ayudar a su amiga que está metida en una relación tóxica o a su hermano porque está perdiendo su tiempo; y siempre les respondo lo mismo: no podemos ayudar a quien no quiere ser ayudado o a quien no ha buscado la ayuda.

Lo raro es que mi hija la busca.

Cada noche que no puede dormir y me pide que me eche a su lado. O cuando me cuenta todo lo que le pasa por esa cabecita que no para de pensar jamás.

Ay, Antonia querida. Eres tan parecida a tu mamá.

Me gustaría decirte todo lo que sé y conozco y que me escuches con esos oídos curiosos para ahorrarte todo el dolor venidero. Pero hay otra gran lección que a punta de ‘auches’ y sobaderas he entendido: en esta vida, cada uno tiene su propio proceso y su propio ritmo.
Aun así, recuerda: siempre tenemos la decisión de poder llevar nuestra atención hacia otro lado, lejos del pensamiento que no nos gusta.

Enfócate en lo bueno, hija.

Respira cada vez que pierdas la calma.

Tú puedes ganarles a tus emociones, solo cuenta hasta cinco antes de que cualquiera de ellas se apodere de ti.
(Consejos aplicables para todos). //

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