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Final

Croacia y Modric. Tres partidos remontando marcadores adversos, tres agotadores tiempos suplementarios consecutivos, dos definiciones por penales, un gol victorioso logrado en el suplemento. Croacia emocionó al mundo entero, incluso a aquellos que los veían con indiferencia o daban por descontado que, en la semifinal, el triunfo sería para Inglaterra, un elenco bien sancionado con la derrota por el deplorable espectáculo de asistir a una cancha con un técnico vestido de abogado londinense con corbata y elegante chaleco.

Las explicaciones futbolísticas, aquellas que desgranan el sistema de juego, las tácticas y estrategias, han sido rebasadas por esta Croacia cuyas actuaciones tienen una explicación más noble que el raciocinio del análisis. La razón de sus victorias las resumió desde el corazón su técnico Zlatko Dalić: “Tenemos corazón, orgullo y carácter, por eso jugaremos la final”. De estos rasgos están hechos los equipos que caminan en la senda de la épica, que será siempre mucho más memorable y maravillosa.

Las imágenes de los 30 minutos adicionales en el Croacia versus Inglaterra mostraban a los laboriosos croatas extenuados y al límite de sus posibilidades físicas y, sin embargo, su técnico tenía un problema para poner en el campo a reemplazantes porque “ninguno quería ser cambiado; tuve que hablar con los físicos, los médicos… Algunos jugadores jugaron con lesiones. No jugarían otro partido estando así, pero su actitud es fantástica. Nadie quería decirme: ‘No estoy preparado’. Todos me decían: ‘No me cambies’. Ese carácter es algo que admiro. Nunca nos hemos rendido”. 

La frase última –“Nunca nos hemos rendido”– va más allá del campo de juego y tiene que ver con las historias personales de los jugadores croatas que provienen de un país que padeció un brutal conflicto bélico entre 1990 y 1994. Ver a Luka Modric reivindicando el símbolo de la camiseta 10 significó mucho en la iluminada noche moscovita de aquel inolvidable miércoles 11 de julio. Como líder en un campo de batalla, Modric, en el césped del Luzhniki Stadium, iba y venía en ofensiva y en retroceso, se mostraba para recibir todos los balones, disponía el juego de sus compañeros, auxiliaba al rebasado, utilizaba la elegancia de un pase bien puesto, la inteligencia de un cambio de frente y, de pronto, el sacrificio de tirarse al piso para recuperar un balón aun cuando las piernas ya agotadas le pedían la clemencia de una pausa. Personajes de esta estatura no se fabrican de la noche a la mañana. Para entender su epopeya se necesita ingresar a su pasado. En el fútbol, como en la vida, todo héroe tiene un origen; los demás son estrellas que se van de los Mundiales para seguir habitando en las egocéntricas primeras planas.  

Para entender al extraordinario mediocampista croata hay que remontarse a una tarde sombría del año 1991, cuando unos modestos campesinos fueron fusilados por un grupo de nacionalistas serbios en un pueblito llamado Jenesie. Uno de los abatidos se llamaba Luka Modric y era el abuelo de un pequeño de apenas seis años cuya única herencia habría de ser el mismo nombre de aquel humilde pastor. La cruenta guerra de los Balcanes, que culminó con 20 mil muertos y 500 mil desplazados, convirtió al pequeño Luka y a sus padres en refugiados de guerra guarecidos en un viejo edificio en el que, en tiempos mejores, había funcionado un hotel llamado Kolovare. Hace unos días el diario The Guardian publicó una entrevista a Tomislav Basic, un viejo entrenador de menores cuya memoria guarda este recuerdo: “En esos años las granadas eran lanzadas desde las montañas y caían en los campos de entrenamiento. Todo el tiempo estábamos corriendo para buscar refugio y el fútbol era una forma de escapar de la realidad”. En ese ambiente aprendió a jugar al fútbol un niño pequeño y frágil que conservaría para siempre la mirada azorada de quienes han sentido en la piel la violencia de una guerra. 

Cuando uno conoce esta historia de Luka Modric entiende por qué, en el encuentro contra Inglaterra, tras perder un balón en el minuto 116 del periodo suplementario –el tercero consecutivo jugado en el Mundial–, el extraordinario 10 de la selección de Croacia, absolutamente extenuado, fue capaz de impedir un ataque inglés recuperando, con una súbita energía, un balón que se iba a pie rival. “Nunca nos hemos rendido”, dice orgullosamente su director técnico. Cómo se iban a rendir en un campo mundialista, si Modric y sus compañeros aprendieron las lecciones del fútbol y de la vida con el estruendo de bombas y metrallas y el adiós prematuro a abuelos, padres, hermanos y amigos.  

Son apenas cuatro millones los habitantes de Croacia, tienen una alegre bandera sin las solemnidades de las franjas, espléndidas playas, ciudades de bella arquitectura y hermosas mujeres, aunque esto último hoy parezca prohibido decirlo. Jugaron por vez primera en su historia el Mundial de Francia 98, donde lograron el tercer lugar y ubicaron a Davor Zucker como goleador del torneo. Desde entonces han jugado cinco Mundiales (ausentes solo en Sudáfrica 2010). Este domingo 15 de julio disputarán la final de Rusia 2018 y tal vez lleven a la quiebra a las codiciosas casas de apuestas. Pero lo que menos importa es el resultado que obtengan. Si se consagran campeones mundiales, tal título acompañará uno que ya han conseguido y que es tanto mejor: la admiración mundial porque nos enseñaron que nunca hay que rendirse y que siempre es posible tener el ejemplo de un Luka Modric.  

Francia y el color ajeno
En la esquina del hotel en que nos hospedábamos en París durante el Mundial Francia 98, había una tienda de comestibles atendida por un marsellés que hablaba un español con eses y zetas porque lo había aprendido en su estadía en el puerto de Murcia. Solía leer el diario Liberation y, al día siguiente de la consagración francesa como campeones del mundo, guiados por Zinedine Zidane, me tradujo una declaración del brillante jugador, autor de dos goles en la final ganada a Brasil. Decía Zidane: “Todos me felicitan por el título mundial. Me alegra haberles dado una alegría a quienes no trataban igual a mi padre, el argelino que trabajaba recogiendo la basura en las calles”.  

Imposible no evitar este recuerdo al ver una fotografía del elenco francés que disputará esta final. Es una oncena que, sin la camiseta azul con el gallito, podría vestir la casaquilla de un país africano. El imperio francés que, entre el siglo XVII y su final en 1960, llegaría a abarcar inmensos territorios, todavía sigue obteniendo provecho de las colonias que desaparecieron. Únicamente cuatro de los 23 jugadores de su plantilla tienen padre y madre nacidos en Francia (Lloris, Pavard, Giroud, Thauvin). En cambio, 14 tienen padres de origen africano y habrían podido jugar por los países de sus progenitores. Anótese que el histórico Roger Milla trató de convencer a Kylian Mbappé de alinear por Camerún. Los africanos de Francia son Presnel Kimpembe (padre de Congo y madre haitiana); Kylian Mbappé (padre camerunés y madre argelina); Ousmane Dembélé (padre de Malí y madre de ascendencia senegalesa y mauritana); Paul Pogba (hijo de guineanos, tiene un hermano que eligió jugar por Guinea); Adil Rami (hijo de marroquíes); Nabil Fekir (hijo de argelinos); N’Golo Kanté y Djibril Sidibé (ambos con padres de Malí); Benjamin Mendy (hijo de senegaleses); Blaise Matuidi (hijo de angoleños criados en el Congo); Steven Nzonzi (padre del Congo y madre francesa); Corentin Tolisso (padre de Togo y madre francesa).  

Del Caribe proceden Raphaël Varane (padre de Martinica, madre francesa) y Thomas Lemar (nacido en Guadalupe). También juegan dos auténticos extranjeros: Samuel Umtiti, nacido en Camerún; y el arquero suplente Steve Mandanda, nacido en el Congo. Por su parte, Antoine Griezmann Lopes es nieto de portugueses y Lucas Hernández, criado en Madrid, es hijo del ex futbolista francés de ascendencia española Jean-François Hernández. Para cerrar la lista, el otro arquero suplente, Alphonse Areola, tiene origen asiático al ser hijo de filipinos. 

El tema interesa porque tiene detrás una enorme contradicción: mientras los franceses acuden a los estadios rusos y en las calles de la república francesa se festejan los triunfos deportivos, en el día a día Francia no es amable con los inmigrantes, a quienes dispensan intolerancia y cercos para detener su arribo.  

El caso francés tiene que ver con un elemento importantísimo que el fútbol otorga: el sentido de pertenencia. Es un valor que los peruanos recién hemos aprendido gracias al discurso de Gareca que, en marzo de 2015, al ver que, en las calles limeñas, las gentes vestían camisetas extranjeras y ninguna del Perú, empezó a sostener que era necesario hacer surgir el sentido de pertenencia, es decir, el entender que se pertenece al lugar en que se ha nacido y que es necesario construir un sentimiento de valoración hacia el país propio. No es una banalidad. El fútbol enseña la pertenencia y, a partir de ella, se pueden construir muchos valores. 

Los franceses dicen ‘gol’ utilizando una palabra apagada: ‘but’. Quizá porque los goles no les pertenecen del todo. ¿Quién será el próximo campeón mundial? En la estadística falta un día para escribir el resultado. En el respeto, en el ejemplo y en la admiración, el campeón de Rusia 2018 es un pequeño país llamado Croacia

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